«Mandy»: La lógica de la sensación
Director: Panos Cosmatos. Guión: P. Cosmatos, Aaron Stewart Ahn. Intérpretes: Nicolas Cage, Andrea Riseborough, Linus Roache. EE UU, 2018. Duración: 121 minutos. Drama fantástico.
Que «Islands», de King Crimson, suene en los créditos iniciales de «Mandy» es toda una declaración de principios. La canción se extiende como un muro de sonido atmosférico, pintando, en un plano imaginario, la portada apócrifa del vinilo favorito de una secta satánica que también podría regalar los oídos de sus víctimas. Es el prólogo, como dice Panos Cosmatos, de «una ópera rock desintegrándose». Si en su primera mitad aún podemos percibir algo parecido a lo figurativo –si por ello entendemos los momentos de intimidad de una pareja a la luz de las estrellas, en un bosque tupido de abedules negros, y la amenaza de un gurú mansoniano que invoca, con un cuerno vikingo que suena a calvario, a una pandilla de moteros que hablan como calaveras de acero, mascando la sangre de sus palabras–, en su segunda, cuando Mandy (una Andrea Riseborough casi prerrafaelita) ha sido secuestrada y su marido (apabullante Nicolas Cage) se transforma en un ángel vengador, en un Mad Max imaginado por el Lynch de «Inland Empire», la abstracción se adueña de la forma, y nos da la impresión de vivir dentro de una lámpara de lava, sintiendo la incandescencia de una imagen que es toda grito, luz y color, un tema de «rock progresivo» de dos horas de duración que se derrite ante nuestros ojos. Ninguna película con un duelo de motosierras celebrado en el séptimo círculo del infierno puede ser mala (bien lo sabía Tobe Hooper, que, en «La matanza de Texas II» sentó un insensato precedente en tan raro subgénero). Panos Cosmatos logra lo que a Nicolas Winding Refn se le escurría entre los dedos en «Solo Dios perdona» o «The Neon Demon»: una «midnight movie» que sea tan genuina como autoconsciente, y cuya excentricidad sea a la vez sincera y autoparódica. Así las cosas, resulta paradójico que una película tan propensa al exceso lisérgico sea tan equilibrada, y sepa encontrar con tanta facilidad, de un modo tan orgánico, su centro de gravedad en el punto donde la épica de la «pulp fiction» y la ironía de la trascendencia «trash» confluyen en un estilo que privilegia la experiencia sobre la búsqueda del sentido. Quizá sea la interpretación de Nicolas Cage, su mejor trabajo desde el «Bad Lieutenant» de Herzog, la que ejemplifique con mayor acierto los arriesgados contrastes de este filme imposible: pocos actores son capaces de beberse una botella de vodka en un baño e implosionar en una serie de «baconianas», lloronas viñetas con la desarmante sinceridad con que Cage lo hace, a un paso de abismarse en ese ridículo tan cercano a lo sublime.