Mira quién baila en «La la land»
Arranca la 73 edición del Festival de Venecia con una propuesta firme de cara a la próxima entrega de los Oscar: el musical «La La Land», una historia de amor que cuenta las diferentes fases que atraviesa cualquier romance. Está protagonizado por los actores Emma Stone y Ryan Gosling. Y la cinta llega firmada por el director y músico Damien Chazelle, el realizador de la exitosa «Whiplash».
El director de la Mostra veneciana, Alberto Barbera, que ha renovado su contrato has-ta el 2020 y ha logrado (¡por fin!) transformar el cráter lunar que ensombrecía el Palazzo del Casinò en un nuevo cine, ha nacido con una flor en el ojal. Por tres años consecutivos ha conseguido programar tres Oscar a la Mejor Película –«Gravity», «Birdman» y «Spotlight»–, convirtiendo al certamen italiano en la plataforma de lanzamiento oficiosa del cine americano de prestigio y diluyendo la alargada sombra de Toronto, con el que coincide en fechas y que amenazó durante unos años con quitarle relevancia al festival de cine más antiguo de Europa. Hay que interpretar, pues, la selección de «La La Land» –el musical con los magníficos Ryan Gosling y Emma Stone dirigido por el nuevo «wonder boy» de Hollywood, Damien «Whiplash» Chazelle– para inaugurar esta 73 edición de la Mostra como un gesto de victoria de Barbera y un buen augurio para el filme, una deliciosa preciosidad que acaba de maquillarse para empezar su carrera hacia los Oscar. La prensa aplaudió, y cómo.
Mia (Emma Stone) es una eterna aspirante a actriz que se gana la vida sirviendo cafés y dejándose humillar en pruebas de casting. Sebastian (Ryan Gosling, ausente en Venecia: está rodando «Blade Runner 2» a las órdenes de Denis Villeneuve, que hoy compite con «Arrival») es un músico de jazz imbuido de idealismo: prefiere morirse de hambre antes que traicionar a los clásicos, y su sueño es regentar su propio club. Han nacido para enamorarse, y «La La Land» es la historia de las cuatro estaciones de su romance. Como telón de fondo, pero siempre en primer plano, Los Angeles. «Vivo allí desde hace nueve años, y puede ser una ciudad muy solitaria», explicó un eufórico Chazelle en rueda de Prensa. «Quería trabajar con todos los clichés que la definen: el tráfico, las fiestas de celebridades, su superficialidad. Pero también quería mostrar que hay algo hermoso debajo de las apariencias. Filmarla como si fuera la primera vez que la ves, con una mirada fresca. Que el espectador la sintiera como un lugar que no es real, habitado por gente con sueños nada realistas».
Se hablará mucho del homenaje al musical de Hollywood, de las hermosas referencias al cine clásico –con una memorable escena en el Planetarium de «Rebelde sin causa»–, de los colores restallantes de la obra de Vincente Minnelli y del Cinemascope de los cincuenta. Sin embargo, para este cronista, «La La Land» parece una versión “mainstream” de «Escuela de modelos», la película que Jacques Demy filmó en su breve exilio en Los Angeles en plena contracultura. No es casual que la ópera prima de Chazelle, «Guy and Madeline on a Park Bench» fuera también un musical, que su blanco y negro evocara el de la Nouvelle Vague, y que el nombre de su protagonista masculino fuera el mismo que el de «Los paraguas de Cherburgo». Película a la que también se evoca en «La La Land» con la presencia fugaz de otro nombre, el de Geneviève, a la que interpretaba Catherine Deneuve. Y la espectacular escena de arranque en un atasco, ¿no es una ampliación en el campo de batalla del bellísimo inicio de «Las señoritas de Rochefort»?
Amargura y melancolía
Como «Escuela de modelos», «La La Land» es una película sobre el amor y su reverso, y sobre el precio que tenemos que pagar por hacer realidad nuestros sueños (en el caso de Demy, por no cumplirlos). «No me gustan los finales felices», afirmó Chazelle. «Creo que no hay nada más romántico que dos personas que comparten un recuerdo que sólo les pertenece a ellos. Después de todo, en un musical las canciones siempre se acaban, devolviéndote al mundo real. No hablaría de amargura», apostilló, «sino de melancolía». Si el cineasta francés, adicto al desencanto, decidió rematar el trabajo de democratización del género que Kelly y Donen acometieron en «Un día en Nueva York» y, sobre todo, la desengañada «Siempre hace buen tiempo», Chazelle decide afrontar su película con la misma convicción, en un momento en que reivindicar el clasicismo se erige como acto de resistencia ante los musicales que Baz Luhrmann puso brevemente de moda con «Moulin Rou-ge». «Hablamos mucho con los productores de por qué hacer un musical hoy en día», explicó Chazelle, «y llegamos a la conclusión de que había que volver a la tradición. Los musicales clásicos son alérgicos al tiempo por su simplicidad, por la facilidad con que dejan que las emociones violen las reglas de la realidad, que es justamente lo que yo quería lograr». El resultado es una película, dice Emma Stone, contra el cinismo imperante.
«La La Land» es virtuosa pero no arrogante, y a pesar de que en su tramo central parece olvidarse de las canciones, nunca se olvida de que es un musical. «Soy músico y eso se filtra en todo lo que hago», admitió Chazelle. «Incluso ensayamos con Emma el ritmo de los diálogos para que, de algún modo, tuvieran musicalidad». La honestidad del planteamiento formal del filme se refleja en el espejo de uno de sus ejes vertebradores: hay que ser fiel a tus sueños, ser lo suficientemente íntegros como para resistirse a la tentación de venderse al mejor postor. Lo que ocurre es que para conseguir lo que quieres hay que ceder un poco, negociar con el sistema, poner los pies en el suelo. Da la impresión de que es lo que ha hecho Chazelle –31 años, éxito aplastante con la discutible «Whiplash»– con «La La Land»: es una película tan alicatada, tan para todos los gustos, tan irresistible en su apertura al mundo, que puede despertar sospechas. ¿Cálculo para arrasar en los Oscar? Bendito cálculo, pues.
Doblete de maestros
Sorprendente que el año pasado Jerzy Skolimowski se fuera de vacío de la Mostra con «11 minutos», uno de los filmes más deslumbrantes a competición. Quizá para compensar la metedura de pata, quizá para darle lo que se merece antes de que sea tarde (tiene 79 años), el cineasta polaco recibía ayer el León de Oro honorífico a toda una carrera en la sesión inaugural. «Lo considero un premio al pasado pero también al futuro, a todo lo que me queda por hacer», declaraba el más inquieto de los cabecillas del Nuevo Cine Polaco. «Mis películas están protagonizadas por “outsiders”, por emigrantes, por gente que no encuentra su lugar en el mundo. Yo mismo he sido uno de sus personajes», admitía Skolimowski después de que Alberto Barbera recordara que, gracias a él, aprendió a emborracharse con tequila y conoció a Michael Cimino. Antes, la Mostra rendía homenaje a Abbas Kiarostami, fallecido el pasado 4 de julio, con la proyección de sus dos cortos póstumos, «24 Frames» y «Take Me Home», y el documental «76 Minutes and 16 Seconds with Kiarostami», dirigido por su amigo Samadian Seifollah.
Sam Mendes sentencia desde el pupitre
Retroceder varios años y aprender con la inocencia de un niño. Ésa es la intención de Sam Mendes –en la imagen– al frente del jurado de la Mostra. Lo decía ayer el propio director de cine británico –«American Beauty» y las dos últimas entregas de James Bond–durante la rueda de Prensa inaugural: «Me gustaría volver a ser un estudiante y aprender de las películas de este festival». Aunque no quiso entrar a valorar los criterios que, junto a sus compañeros de tribunal, le conducirán a elegir al futuro ganador del León de Oro y demás trofeos. «Una de las cosas más difíciles es separarse del ruido que rodea a las cintas», comentaba en alusión al que generan las redes sociales, principalmente. Por lo que reconoció que hasta que no vea las películas a concurso no hay valoración que sirva. A su lado, el de Reading contará con las opiniones de Chiara Mastroianni –hija de Marcello Mastroianni y Catherine Deneuve–, el realizador Joshua Oppenheimer, la artista Laurie Anderson y el venezolano Lorenzo Vigas.