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Maureen O’Hara, rojo pasión

Irlandesa de nacimiento, y con una sonrisa capaz de derretir los polos, la estupenda actriz tuvo en dos «Juanes», Wayne y Houston, a sus máximos valedores. Vivió la época dorada del cine clásico
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Irlandesa de nacimiento, y con una sonrisa capaz de derretir los polos, la estupenda actriz tuvo en dos «Juanes», Wayne y Houston, a sus máximos valedores. Vivió la época dorada del cine clásico
Como a Chaplin y a Groucho, le dieron el Oscar honorífico cuando la Academia comprendió que no podía persistir en el ridículo. Dos gordos geniales, Charles Laughton y Alfred Hitchcock, le hicieron debutar en la pantalla. En un tiempo de damiselas histéricas epitomizó a la mujer airada, que camuflaba la melancolía con arrebatos coléricos y, como decía John Wayne, estaba todavía más guapa cuando se enfadaba. Junto a John Ford, maestro y némesis, enemigo íntimo, protagonizó algunas de las mejores películas de la historia. Era una de las últimas supervivientes de aquella Edad de Oro de Hollywood, cuando los grandes estudios despachaban varias obras maestras al año y la taquilla, qué cosas, no estaba dirigida a cortejar el bolsillo de los niños y/o adolescentes. Se llamaba Maureen O’Hara. Tenía 95 años. Ha muerto en Idaho mientras dormía. Quedará en la memoria como la propietaria de una melena roja, un cuerpo esbelto, unos ojos de licor verde y un carisma frente al miura de la cámara tan rotundo y magnético que incluso cuando protagonizaba un bodrio sabía cómo chuparte el corazón y los sesos.
Maureen FitzSimons, la hija de un empresario y una cantante retirada, Charles Stewart Parnell FitzSimons y Marguerita nee Lilburn, nació en Ranelagh, un suburbio de Dublín, en 1920. Desde muy joven quiso ser cómica. Cuentan las enciclopedias que entre los seis y los 17 años recibió entrenamiento como actriz, bailarina y cantante. Dueña de una voz prodigiosa, nunca lo demostró en el celuloide. Acaso porque los productores, siempre celosos de que la estrella se descarríe, ya habían decidido que su mejor papel consistiría en interpretarse así misma: la irlandesa en América, la chica dulce que oculta una pantera bajo la máscara, la corajuda heroína que abofetea al héroe y bebe whisky con los marineros sin perder, jamás, la exacta mezcla de elegancia femenina y el racial erotismo que emanaba por cada poro.
w La primera en la frente
Cuentan que su primera prueba en 1938 fue tan desastrosa que a punto estuvo de repudiar el oficio. De la catástrofe nos salvó Laughton, que vio el test y quedó sometido por el convulso misterio que emanaba la chica. Tras fichar con su productora, en 1939 encadenó dos títulos míticos, «Jamaica Inn» («La posada de Jamaica»), la última de las cintas que Hitchcock rodó en Reino Unido antes de embarcar hacia Hollywood, y «El jorobado de Notre-Dame», junto al propio Laughton. Siguiendo los pasos de ambos, O’Hara desembarca en Los Ángeles. Tras unos cuantos títulos poco memorables, es entrevistada por John Ford, que busca a la protagonista de «Qué verde era mi valle». Aunque el estudio había pensado en Katharine Hepburn, Ford, que acababa de vivir el fin de un romance pasajero con la actriz, prefirió a la joven y desconocida O’Hara. Años después ella misma contó que fue «a los estudios Twentieth Century-Fox a entrevistarme con John Ford. Hablamos de su familia en Irlanda, sus padres en Maine, de cómo fue mi infancia. Aparentemente dije algo sobre una de sus tías, algo así como ‘‘¿Oh, era una shawlie?’’ –término irlandés para designar a las mujeres pobres que vestían un chal, ‘‘shawl’’–. Nunca lo olvidó. Siempre contó que la primera vez que nos sentamos juntos y hablamos de cine insulté a su familia. Le encantaba contarlo. Y sin necesidad de hacer ninguna prueba, me fichó».
La película, «Qué verde era mi valle», era/es magnífica, y la catapultó al estrellato. Hay que verla por múltiples razones, pero merecería la pena si sólo fuera por la escena del velo que serpentea y se enrosca con el viento y enmarca el rostro bellísimo y desolado de O’Hara. Y no fue su última aventura junto al alcohólico cruel y sensible, que la consideraba su actriz fetiche. También hicieron juntos «Río Grande», «Escrito bajo el sol», «The Long Grey Line» y, claro, «El hombre tranquilo». Esta última se hizo, entre otras razones, por la cabezonería de un Ford empeñado en dar forma a la historia mítica de Irlanda, y para lograrlo se alió con O’Hara y John Wayne y juntos firmaron «Río Grande», tercera y última parte de la «Trilogía de la caballería» (las otras dos son «Fort Apache» y «La legión invencible»). Gracias al taquillazo logran al fin el permiso para embarcarse en su viaje al corazón de Inisfree. El resultado es una cinta sublime, en la que Wayne demostraba, de nuevo, el inmenso actor que era, y en la que O’Hara está imponente y sexual como la chica testaruda que se niega a consumar su matrimonio mientras Wayne no reclame su dote al entrañable cafre de su hermano, que interpretaba Victor McLaglen. Imposible olvidar, por cierto, la escena en la que Wayne y O’Hara se besan entre las tumbas mientras el cielo rompe en una tempestad que los deja empapados y, de paso, empapa el celuloide con un erotismo que ya quisiera rozar o arañar cientos de películas mucho más explícitas pero también más planas.
O’Hara, que se retiró de la actuación en 1971 y apenas regresó a principios de los noventa para participar en unos cuantos telefilmes, dejaba atrás un repertorio fastuoso en el que también destacan obras como «Miracle on 34th Street» («Milagro en la calle 34»), clásico inoxidable que todos los años proyectan las televisiones de EE UU, así como «McLintock!» y «Big Jake», de nuevo junto a Wayne. Alejada de casi todo, quedan sus trabajos colosales, su boca que embestía, su inteligencia y su cuajo, y sobre todo su aura, su majestad y su hondura en los prodigios que modeló en compañía de un Ford secretamente flechado de la chica imposible y valiente.

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