Nerea Barros: «Ya he sacado a todos los cadáveres del armario»
Nerea Barros. Actriz
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Nerea Barros tiene una belleza misteriosa. Casi no se ríe cuando posa. Sostiene esa mirada de ojos oscuros e infinitivos fija en el objetivo y deja su boca, perfecta, en punto muerto. Y es entonces, después de haber tenido a todos cautivados con su fragilidad y su ternura, cuando se transforma en una especie de Ava Gadner del siglo XXI, un animal de pantalla inalcanzable, del que nadie puede retirar la vista. Muchos se enamoraron de ella cuando la vieron en «El tiempo entre costuras», pero yo, como la Academia de Cine, la celebré por su trabajo en «La isla mínima». Tanta contención para una mujer tan guapa y tan potente, encerrada en un drama local, bien valía un Goya revelación, aunque algunos cenizos digan que trae mala suerte. «¿Sabes qué pasa?, que a mí todas esas cosas me dan un poco igual. ¿Mala suerte? ¡En qué momento...! Puede que haya a quien se le vaya un poco la cabeza porque entre actores, modelos y gente que estamos expuestos a nivel de imagen cuesta mantenerse en la realidad; pero eso es un ejercicio de cada uno. Si te dan un Goya o un Oscar y de repente te vas a un mundo que no existe, pues a lo mejor sí te cuesta ganar un casting o que te contraten, porque estas exigiendo cosas que no son normales...» No es el caso de Nerea, que acaba de grabar la segunda parte de «El príncipe» y tiene un montón de proyectos para valorar; pero es que ella es una mujer muy normal. O quizás no. Porque no es normal que una chica tan pequeñita y delicada –le debo de sacar diez centímetros– te abrace al verte con fiebre, te toque un punto en la espalda y te deje como si te hubiera hecho un masaje un forzudo; pero es que Nerea está cargada de energía y de conocimiento, porque además de actriz es enfermera y bailarina y deportista... Una mujer intensa que no desaprovecha un minuto, ni desvía su rumbo por muchos impedimentos que le ponga la vida. Ella quería ser actriz desde siempre y ya tiene un Goya en la estantería. «Hice mi primera peli a los 15 años («Nena», de Xavier Bermúdez). En ese momento fue cuando pude decir abiertamente que quería ser actriz. Hasta entonces me daba muchísima vergüenza, porque no me veía nada especial como para merecerlo; pero a los 15, cuando vino un director de casting a mi instituto, yo bajé corriendo tras él diciéndole ¡soy yo!». Y ahí empezó todo, aunque de una manera muy sutil. Porque sus padres, gallegos y tradicionales, como tantos, pensaron que con esa profesión difícilmente se podría ganar la vida su hija y la encarrilaron hacia el mundo de la salud. «Le dije a mi padre que Medicina no, que eran seis años, más el MIR, y él me propuso enfermería; y allí me metí yo, sin saber lo que era... Luego resultó que pude compaginar perfectamente durante años la enfermería en cuidados intensivos y neonatos, en la que me especialicé, con los rodajes. Lo mío era un poco el mundo al revés: para mí el trabajo eran los rodajes y el hobbie era la enfermería...» Me habla Nerea de lo importante que ha sido ese «hobby», como ella dice, con el que se ganaba la vida. E incluso de cómo alguna experiencia con la muerte le ha hecho creer que «somos algo más que un cuerpo». Y me cuenta también cómo en el hospital se ve al ser humano sin máscaras y se aprende de lo lindo. Se le nota que lo vivido le ha proporcionado una mirada comprensiva, que la hace más cercana como persona y más capaz como actriz. «Es que la enfermería forma parte de lo que soy y me ha hecho evolucionar una barbaridad y entender cosas de la vida que me permiten comprender a cualquier personaje». Por ejemplo, a esa madre de «La isla mínima», que para la actriz sin duda era un reto. Tanto, como para que preguntara al recibir la separata del casting: «¿Seguro que me queréis a mí para esto?». “Te llamamos por lo que tienes dentro, no por lo que tienes fuera», le dijeron. Y lo asumió. Al poco ya estaba en la piel de esa madre que sufre por sus hijos, como tantas. «A ellas les dediqué el Goya, porque son todas unas jabatas. Tienen una generosidad extrema que les hace ser capaces de olvidarse de ellas, porque por encima siempre están sus hijos». Habla Nerea, con serenidad gallega y voz aguardentosa, mientras se encarama a unos tacones con los que le cuesta trabajo caminar, de cómo su delgadez y esa cara de ángel hacían que hasta los 25 años le pidieran el carnet en todas partes. Es curioso cómo se transforma, porque sin pintar, a sus 33 años sigue teniendo cara de adolescente inocente, aunque con ese punto inevitable de Lolita, pero maquillada podría ser una perfecta mala de cine negro. Y eso que ella, ante todo, es una buena chica. Con tanta sensibilidad como para casi evitar ver el telediario «me lo cuenta Juan» –su novio, una de las «hormigas» de «El hormiguero»–, y para tratar de ayudar a quien puede, siempre que puede «a la gente que tengo a mi alrededor, a la de mi barrio... Si cada español lo hiciera estoy segura de que cambiarían mucho las cosas». Eso en cuanto a las personas. En lo que se refiere a los animales, Nerea, que no es vegetariana, quiere saber de dónde procede la carne de su dieta y estar segura de que no han maltratado al animal que se come. Igual que quiere huevos de gallinas felices o pescados con los que no se esquilme el mar. A ella todo le llega en paquetes desde su Galicia natal, gracias al cariño de sus padres... No le encuentro «peros» a Nerea. Y precisamente por eso, por lo buena y decente que parece, me da por preguntarla si tiene algún cadáver en el armario... Y sin sonreír, aunque con un punto travieso en la mirada, me dice: «No. ¿Sabes? Ya los he sacado todos...»
Personal e intransferible
Nerea Barros nació en 1981 en Santiago de Compostela. Está, según ella, «soltera-casada. Todavía no tiene los papeles, pero ahí andan». No tiene hijos, pero sí dos gatos. Orgullosa de su familia, se arrepiente de pocas cosas. Barros perdona, olvida, es cabezona, sensible y emprendedora. Le encanta la comida japonesa y el vino tinto de reserva. Se pone el perfume que le inspira el personaje que interpreta y le gusta el orden total y las cajas dentro de las cajas. Le apasiona el zumo de naranja con galletas holandesas, el «snowboard», el «longboard», el saxofón... Y si volviera a nacer sería lo mismo.