Terrence Malick, caballo perdedor
«Knight of cups», protagonizado por Christian Bale y Natalie Portman, recibe pitidos en la Berlinale.
«No sabíamos de qué iba la película. No sabíamos qué rodaríamos hasta llegar a la localización. Mi personaje, que ni siquiera tiene nombre...». Pausa. Christian Bale se da cuenta del lapsus, seguramente motivado por los murmullos de los periodistas o las caras de susto de sus compañeros de mesa, entre los que se encuentra Natalie Portman. «Ah, sí, Rick», farfulla entre risas. Que Bale, presente en cada uno de los planos de «Knight of Cups» («Caballo de copas»), no sepa el nombre de su personaje puede significar varias cosas. Que está en la parra o que no le interesa su relación con la Prensa, cosa que demostró ayer con su actitud olvidadiza y arrogante durante el resto de la rueda. Que la singular metodología de Terrence Malick –que reduce los diálogos a la mínima expresión y que reparte una lista de sugerencias a los actores para que puedan improvisar sus (escasas) réplicas, a menudo asfixiadas por voces en off y música clásica, sin tiempo para preparar su personaje– haya borrado la memoria de Bale. O que el nombre le importara tan poco, a él y a Malick, como los tímidos pitidos que pudieron escucharse al final de la primera proyección del filme en la Berlinale. «Lo único que me dio Terrence es una descripción del personaje. Rick es un hombre cuyos sueños y deseos han sido satisfechos. Está en la cumbre, pero se siente vacío», comentó Bale, que ya trabajó con Malick en «El nuevo mundo». Y entonces Rick emprende un viaje de autoconocimiento «en el que siempre reacciona silenciosamente. Eso me obligó a enfocar mi interpretación de una forma orgánica». Si sustituimos «orgánica» por «botánica», sería más correcto: como Ben Affleck en la infame «To the Wonder», Bale es una planta que mira. Se supone que este viaje es iniciático, que se desplaza hacia la esencia del yo, pero esa evolución dramática, marcada en un itinerario episódico definido por arcanos del tarot, no se percibe en la interpretación de Bale, que se limita a pasearse por el mundo, ligar con top-models y poner cara de palo cuando su padre (Brian Dennehy) se retuerce por la culpa que aún siente por la muerte (que no vemos) del hermano de Rick. A falta de Malick, que sigue jugando al ocultismo, los productores dieron la cara para explicar su genio. «Trabajando con Terry, cualquier planificación pierde su sentido. Es importante rodearle de un equipo de fieles que entienda su estilo de hacer las cosas», afirmó Sarah Greene, que lleva quince años en su órbita.
Un viaje a la historia de Chile
¿Qué aporta «Knight of Cups» a la obra de Malick? Una estructura esotérica, que al menos da un anclaje entre tanto «torrente de conciencia» en clave polifónica; una visión lírica, bellísima, de Los Ángeles, extraña en un cineasta afín al medio rural; y la confirmación de que su poética, entre cósmica y existencial, ha entrado en un callejón sin salida. Si Malick viera «El botón de nácar», le encantaría. El nuevo documental de Patricio Guzmán, secuela de «Nostalgia de la luz», está narrado por el chileno y divaga entre sobrecogedores paisajes naturales y siderales, como Malick lo hacía en «El árbol de la vida», y traza una conexión entre el agua como génesis de la raza humana y los «desaparecidos» bajo la dictadura de Pinochet, pasando por el genocidio de las tribus patagónicas por parte del Gobierno chileno de principios del siglo pasado. Guzmán lleva desde los tiempos de «La batalla de Chile» (hablamos de 1975) volviendo una y otra vez a escarbar en la misma herida –el golpe de Estado militar al Gobierno de Salvador Allende y la brutal dictadura de Pinochet–, y se agradece que lo haga desde una perspectiva poética, como si el Chris Marker de «Sans soleil» narrara la historia de la humanidad preguntándose qué hay entre la imagen de un planeta y la de un botón de nácar rescatado del océano. Que el cine panteísta y el cine político encuentren una misma cala donde nadar es la feliz idea que sustenta este documental meditativo, que mezcla una mirada cósmica y antropológica sobre la historia reciente de Chile, país que, según Guzmán, a pesar de tener 4.200 kilómetros de costa, siempre ha dado la espalda al agua excepto para esconder sus cadáveres. A ratos el misticismo de las divagaciones del cineasta, con su lenta dicción y sus galaxiales circunloquios, puede resultar cansino, pero la fuerza de su asociación de ideas y lo sobrecogedor de algunas secuencias –la reconstrucción de cómo tiraban al mar a las víctimas de la dictadura– compensan sus defectos.