«Verano 1993»: Un luminoso y cálido debut
Premiada en Berlín y Málaga, narra la adaptación de una niña de 6 años a su nueva familia tras el fallecimiento por sida de sus padres
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Premiada en Berlín y Málaga, narra la adaptación de una niña de 6 años a su nueva familia tras el fallecimiento por sida de sus padres.
El verano del 93 no fue tan caluroso como el que, según parece, se avecina, pero en Madrid se llegaron a registrar hasta 40 grados. Las sobremesas eran para Induráin y el Tour de Francia y para refrescar el gaznate a base de Fruitopía o flash helado mientas sonaba de fondo BomBomChip: «Toma mucha fruta, mucha fruta fresca...». Felipe González estrenaba su cuarta legislatura y en los Balcanes, entre tiro y tiro, se desgajaba la antigua Yugoslavia. El del 93 fue un verano de matamoscas y romerías, de pistolas de agua y radiocassette. Pero para Carla Simón es, ante todo, el año en que la llevaron a vivir al campo, de Barcelona al Ampurdán, entre silencios y medias verdades para que una pequeña de tan solo 6 años no supiera que su mamá, como antes su padre, acababa de morir de sida.
Todo ello lo ha volcado esta barcelonesa del 86 con exquisita sensibilidad y sutileza en un filme autobiográfico que es ya la sensación del nuevo cine español. Y es que, antes de llegar a las pantallas, «Verano 1993» dejó huella en el Festival de Berlín con el premio Generación KPlus a la mejor ópera prima y en Málaga, donde obtuvo la Biznaga de Oro. «Ha sido todo muy rápido, un viaje velocísimo. A estas alturas, el año pasado, ni siquiera habíamos empezado el rodaje», confiesa Simón a LA RAZÓN. Y añade: «Todavía me sorprendo cuando me llegan fotos de mis amigos con el cartel de mi cinta». Ya hay quien habla de la suya como una «película milagro», un golpe de frescura en plena ola de calor a base de una receta que se aleja de la estridencia para tocar directamente y sin artimañas la fibra con la historia de una niña, Frida (es decir, Carla), que no consigue llorar la muerte de su madre.
–¿Cómo ha sido enfrentar su «vida» al público en los festivales?
–Al principio yo no entendía el revuelo mediático ni la gran recepción que tuvo. Es curioso que hablando de algo tan personal haya tocado a mucha gente de formas distintas. Sigo sin entenderlo del todo, pero todavía me llegan personas y me cuentan sus experiencias sobre el sida. Me he dado cuenta de que hay mucha más gente de la que yo pensaba con historias similares y muchos huérfanos del sida.
–Sin embargo, en su cinta no se nombra ni una sola vez la palabra maldita.
–«Verano 1993» no es sobre el sida, es un retrato sobre la infancia y la muerte en la familia. Para mí era importante contar cómo un niño se enfrenta a la muerte porque son cosas que no nos cuestionamos mucho, pero están ahí. Los padres se preguntan cómo contarlo a sus hijos y si estos lo entenderán. Y sé de muchos casos de padres que, cuando nacen sus hijos, les entra el miedo a morirse ellos mismo. También está, claro, la nostalgia por los 90 y el tema del sida, que lo vivió mucha gente pero no se ha hablado tanto sobre ello.
–¿Cuándo supo usted que sus padres habían muerto de esta enfermedad?
–A los 11 años, por eso en la película no se nombra. Cuando lo supe fue un drama. Yo no entendía qué era ni por qué lo cogieron, pero al poco empecé a investigar sobre aquella época y ahora me parece absurdo el tabú que existe con el sida y que se ligue a la sospecha de haber hecho algo malo: relaciones sexuales sin precaución, drogas... En Londres –ciudad en la que Simón estudió cine– hice un documental sobre jóvenes nacidos con el VIH, porque, aunque yo no lo heredé de mis padres, necesitaba saber qué se siente al tenerlo. Me di cuenta de lo difícil que era encontrar testimonios. Todos querían proteger su imagen. Acabar con ese tabú depende de que hablemos quienes nos ha tocado. Lo cierto es que aquella fue una época de libertad absoluta y la heroína entró por la puerta grande porque también era un símbolo de libertad y no se sabían las consecuencia.
–¿Se ve reflejada en su propia película o es un ente ajeno?
–He pasado por muchas fases. En el guión estaba muy reconectada con mi historia, pero luego rodando estás gritando, súper lejos, sentía que la historia de Frida no tenía nada que ver con la mía. En cambio, al ver la última versión de montaje me emocioné y pensé «ahora sí que me siento reflejada». Luego ya no lo he sentido tanto.
–¿Ha recuperado, en sentido proustiano, «el tiempo perdido», los recuerdos?
–También, sobre todo, en el guión. Cuando me di cuenta de que no me acordaba de mi madre biológica, hice un cortometraje paralelo con sus cartas y los sitios donde los había escrito para recuperar su memoria. Es frustrante no tener recuerdos y saber que no los vas a tener nunca más. Ahora tengo una mezcla de sensaciones con la película, ya no sé qué me he inventado y qué no. Es muy curioso cómo funciona la memoria...
–...hasta el punto de que a veces linda con la nostalgia, que la ennoblece pero también la enrarece...
–Yo me acordaba de esos primeros días con mi nueva familia y no fue un tiempo absolutamente oscuro a pesar de lo dramático. Una no deja de ser una niña y tienes una capacidad de tirar para adelante y adaptarte inmensa. No quería que la película fuese un dramón, sino luminosa, porque yo no lo viví todo oscuro. Los niños son niños.
–Niños que pueden ser, como Frida, crueles incluso y padres adoptivos que pueden sentirse abrumados por una responsabilidad sobrevenida.
–Todo eso está ligado al proceso de duelo y al de adopción. Yo tenía todo este material y no sabía cómo organizarlo, no sabía por qué yo me sentía o comportaba de determinada manera. Pero al leer mucho sobre este proceso me di cuenta de un patrón: cuando el niño llega a la nueva familia hay una «luna de miel», se porta bien, observa mucho, quiere integrarse y ver si puede confiar; luego empieza a probar los límites, hasta dónde puede llegar (como cuando Frida esconde a su hermana en el bosque); y, por último, cuando los límites están puestos, las cosas se ponen en su sitio. Así pude estructurar mi material en todo ese proceso de adopción y en el tema del duelo.
–En el caso de Frida, es incapaz de expresar dolor.
–Esa contención de emoción existe. Yo, personalmente, me sentía muy culpable por no haber llorado en la muerte de mi madre. Lo bonito de retratar personajes que conoces es poder darle una complejidad brutal. Por ejemplo, la niña está herida y con mucho enfado dentro por lo que ha pasado y los padres a veces se equivocan teniendo buenas intenciones.
–Ha sido un milagro dar con Laia Artigas (Frida) y Paula Robles (Anna). ¿Cómo fue el proceso de «meterlas» en la película?
–El primer paso era encontrar dos niñas que se parecieran a los personajes que había escrito y crear una relación entre ellas. Hicimos varias combinaciones., con todo un proceso de ensayos también con los adultos. Era importante crear intimidad, que ellas se lo creyeran, no partir de cero. Rodamos seis semanas, seis horas al día, muy rápido. Tenían mucho aguante porque se lo pasaban bien. Pero había que gestionar su energía para toda la semana y para las repeticiones. Estábamos asustados de hasta dónde aguantarían. Pero no hubo problema, fueron muy profesionales.