Wes Anderson, como perro por su casa
Wes Anderson se pasea por la Berlinale como perro por su casa. Es la cuarta vez que compite por el Oso de Oro, y la segunda que inaugura. Ver «Isla de perros» despierta una familiaridad inmediata, como encontrarse con un viejo conocido. Por mucho que trabaje en formato «stop motion» –como ya hizo en uno de sus mejores títulos, «El fantástico mister Fox»–, sus películas se parecen unas a otras como dos gotas de agua. Cambien zorros por perros y obtendrán la misma delicatessen animada: composiciones exquisitamente simétricas, atención maníaca al detalle, un refinado diseño de producción, un armonioso trabajo cromático, división capitular del relato, concepción de la escena como «tableaux vivant», ironía y emoción en sintonía. La 68 edición de la Berlinale, que dará sus premios el próximo 24 de febrero, no podía empezar mejor.
Wes Anderson comenzó a cavilar «Isla de perros» hace más de cuatro años con la complicidad de dos amigos y colaboradores habituales, Jason Schwartzmann y Roman Coppola. «Al principio, jugábamos con dos ideas –contó en una jocosa rueda de prensa–. Por un lado, una pandilla de perros en medio de la basura, y por otro, Japón, o el cine japonés». ¿Qué hacen esos perros merodeando entre plásticos y comida caducada? En un futuro cercano, el alcalde de Megasaki ha confinado a toda la población canina de la ciudad en una isla llena de desperdicios. Están contaminados con el virus de una gripe que, dicen, los convierten en animales peligrosos.
Cuando a Anderson se le pregunta por si «Isla de perros» es su película más política, responde como el típico genio en las nubes: «La política forma parte de la ficción que fuimos construyendo, no tiene nada que ver con lo que pasa en Japón, aunque hay que admitir que el mundo ha cambiado mucho en los últimos tiempos, y ahora la película parece de lo más oportuna». Esa isla es una réplica cánida de los campos de refugiados, y la actitud del alcalde de Megasaki es tan xenófoba como la que podría tener Trump, pero es cierto que la magnífica cinta de Anderson utiliza la dimensión política para evocar el cine criminal, urbano, de Akira Kurosawa.
Al menos en la forma, a este crítico le resultaría más fácil vincular el cine de Anderson con el de Yasujiro Ozu. No solo por su obsesión por la familia –aquí reflejada en el conflicto que mantienen el villano y su hijo adoptivo, Akira Kobayashi, el niño de doce años que aterriza en la isla en busca de su adorado can– sino por la frontalidad de sus encuadres, desafiando a la cuarta pared del mismo modo que Ozu lo hacía filmando las conversaciones de sus personajes mirando a cámara, sin respetar la ley del escorzo. Sin embargo, Anderson insiste: películas como «El ángel ebrio», «El perro rabioso», «Escándalo», «Los bajos fondos» o «El infierno del odio», todas de Kurosawa, son sus referentes.
Fortaleza de espíritu
Lo son en la medida en que «Isla de perros» tiene algo de esos trayectos de aprendizaje existencialista tan del gusto del maestro japonés. El perro callejero que mordió la mano que le dio de comer, que no quiere saber nada de tener un amo, pero que finalmente aprende a solidarizarse con quien demuestra poseer su misma fortaleza de espíritu, podría ser un personaje de Kurosawa. El cine de Anderson es, como el del director de «Vivir», ferozmente antiindividualista, aunque por sus venas corre mucha más luz que sombras. Contra la corrupción, la unión hace la fuerza.
Así las cosas, «Isla de perros» es una celebración del poder de los marginados frente al sistema, siempre que se mantengan juntos contra la adversidad. No es difícil evocar aquí a «Los siete samurais», aunque la energía entrópica de aquel «western» nipón, canalizada en impulsos eléctricos y bruscos cortes de montaje, poco tiene que ver con la delicadeza de «Isla de perros». Como en «El fantástico mister Fox», la expresividad de las marionetas es sublime. Cada arqueo de ceja, cada morro despeinado, cada inflexión de voz (hay largos tramos en que el japonés ni siquiera está traducido) transmite la temperatura emocional de los personajes, acorde con la minuciosa belleza de los decorados. No hay secundario desasistido, no hay pétalo de flor que no caiga en la baldosa apropiada.