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Consigna: ¡Sálvese quien pueda en Cataluña!

larazon

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Para escapar del frente durante la Guerra Civil muchos soldados al servicio de la República no dudaron en autolesionarse o quitarse la vida. Otros enloquecieron.
Las guerras se pierden en la retaguardia». El general republicano Vicente Rojo, una de las figuras militares más relevantes de la Guerra Civil española, sostenía esta verdad como un templo. Mientras Juan Negrín conminaba a su pueblo a que resistiese al precio de su valiosa vida, la moral de la retaguardia en Cataluña se había resquebrajado sin remedio a principios de 1939. Rojo lo sabía: «No basta militarmente –advertía el general– situar en las últimas filas de la formación los mejores soldados que serán la garantía de que la cohesión de combate no se rompa [...] Es necesario emplazar en la retaguardia profunda, en la médula del Estado mismo, los hombres más capaces de mantener una voluntad inflexible, una disciplina férrea, una moralidad depurada, y una cohesión indestructible, porque la retaguardia es la base y sostén del ejército y si aquella se desmorona y se hunde el ejército, fatalmente, necesariamente, se vendrá al suelo. He aquí lo ocurrido en Cataluña...».
La retaguardia se hallaba moralmente enferma. Miseria, padecimientos físicos y locura habían causado estragos en la población, disparando el índice de suicidios. Solamente en los tres años de guerra, los juzgados habían instruido 7.634 expedientes de suicidios consumados y tentativas (1.816 en 1936, 1.671 en 1937, 1.605 en 1938, y 2.542 en 1939), sin contar los millares de casos jamás registrados.
Entre las causas sobresalían los «padecimientos físicos» (2.106 casos en total), los «estados psicopáticos» (1.305) y los «disgustos de la vida» (825), según la terminología empleada entonces por el Instituto Nacional de Estadística. La desesperación en la retaguardia se reflejó, como era natural, en las fuerzas militares: Ejército, Armada, Cuerpos Armados Especiales, Guardia Civil, Carabineros, Seguridad, Policía y Milicias del Movimiento Nacional. Ninguno de ellos se libró del suicidio. Sólo en el ejército se registraron 129 casos entre los soldados, 24 más entre jefes y oficiales y otros 20 entre los suboficiales.
Pura desesperación
A los supervivientes no les quedó otro consuelo que ingresar en manicomios. En Cataluña, la Consejería de Sanidad y Asistencia Social se incautó gradualmente de todos los centros psiquiátricos. Entre el Hospital Mixto de enfermos mentales de Vilaboy, la Clínica psiquiátrica de Gramanet del Besós, y el Instituto Mental de San Andrés dieron cabida a 5.000 alienados, de los más de 7.000 hospitalizados en toda Cataluña.
El desánimo y la desesperación de quienes debían combatir al servicio de la República se reflejó también en el aumento vertiginoso de autolesiones para escapar del frente. Hubo quienes, para no ser llamados a filas, llegaron a beber agua de estanques donde habían sido arrojados cadáveres y estuvieron a punto de morir contaminados; otros optaron, en cambio, por métodos más inofensivos, como caminar y beber toda la noche con ristras de ajos bajo los brazos para provocarse fiebre e ingresar en el hospital de infecciosos. Sin ir más lejos, en mi archivo conservo un raro documento de 15 casos de autolesiones por arma de fuego investigados por jueces militares durante la guerra. Baste con reproducir cuatro de ellos.
Los instructores recibieron el informe médico elaborado por el prestigioso cirujano Vicente Sanchís Olmos, uno de los fundadores de la Sociedad Española de Cirugía Ortopédica y Traumatología, limitándose a consignar las iniciales de los militares por deber de discreción: «Caso 1. B. C. C., de veintiséis años. Herida de bala a bocajarro en la mano izquierda. Orificio de entrada con tatuaje de pólvora y estrellado, en la palma, a nivel de la raíz del cuarto dedo. Orificio de salida irregular en el dorso de este dedo. Fractura articular de la base de la primera falange del cuarto dedo». «Caso 2. F. M. A., de veintidós años. Herida de bala a bocajarro en la mano izquierda. Orificio de entrada estrellado, con tatuaje de pólvora, en la palma. Orificio de salida irregular de unos ocho centímetros en su mayor dimensión, situado en el dorso. Fractura articular de la cabeza del segundo metacarpiano y de la base de la primera falange del segundo dedo. Sección y dilaceramiento del tendón extensor correspondiente». «Caso 3. F. T. G., de veintiún años. Herida de bala a bocajarro en la mano izquierda. Orificio de entrada estrellado, en la palma, con tatuaje de pólvora, vecino a la raíz del quinto dedo...». «Caso 4. C. G. F., de dieciocho años. Herida de bala a bocajarro en sedal en el brazo izquierdo y a nivel del tercio medio, tercio inferior...».
Fueron muchos así quienes siguieron al pie de la letra la consigna de «¡Sálvese quien pueda!» con tal de permanecer en la retaguardia.