Contra el comisariado
Hubo un tiempo, entre finales de los 60 y principios de los 80, en donde nombres como Lucy Lippard, Harald Szeemann, Bonito Oliva y Germano Celant convirtieron la labor de comisariado en un instrumento precioso para ampliar el registro de conceptos sobre los que trabajaba el arte contemporáneo. Sin ellos, la reciente historia del arte no hubiera quebrado su devenir en los términos tan sorprendentes y novedosos en los que finalmente los hizo. El curador ampliaba horizontes y daba a los artistas escenarios disidentes en los que experimentar pragmáticas y discursos no sancionados todavía por el gusto imperante.
Pero las cosas han cambiado –y no a mejor precisamente. Habrán de pasar algunos años antes de que la figura del comisario sea declarada culpable principal de la esclerosis avanzada que vive la maquinaria del arte contemporáneo. En la actualidad, el efecto que el curador tiene sobre el sistema del arte es el de un «cuello de botella» que estrecha la vía de circulación de los diversos modelos estéticos. Sólo hace falta acudir a bienales y eventos artísticos para constatar que todas las exposiciones se parecen entre sí, que existe una suerte de canon que todo lo homologa y que termina por asfixiar la diferencia. Los comisarios se han transformado en agentes contrarevolucionarios y garantes de una sociedad de castas. Han estandarizado la transgresión, utilizando las corrientes de pensamiento más exitosos de las últimas décadas a modo de campos de concetración por medio de los que se empequeñece la extensión de tierra conocida. Ahora que está tan de moda la idea de la autogestión, no estaría mal que los artistas procediesen a la autogestión de sus trabajos y evitasen el paso intermedio de estos miniaturistas del pensamiento, que viajan con un vademécum de bolsillo, lleno de conceptos de primeros auxilios y citas célebres.