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Cine

Crítica de "Indiana Jones y el dial del destino": Harrison Ford cuelga el látigo con dignidad y nostalgia ★★★½

Título: Indiana Jones y el dial del destino (Indiana Jones and the Dial of Destiny). Dirección: James Mangold. Guion: Jez Butterworth, John-Henry Butterworth y David Koepp. Intérpretes: Harrison Ford, Phoebe Waller-Bridge, Mads Mikkelsen, Toby Jones. USA, 2023, 154 min. Género: Aventuras.

Si todos los alumnos de física conocen a Arquímedes por su principio de los cuerpos flotantes, pocos sabrán que también diseñó, por lo que decía Cicerón, lo que se denomina el mecanismo de Anticitera, un protoordenador que podía predecir, con inefable exactitud, movimientos planetarios a años vista. No es extraño, pues, que “Indiana Jones y el dial del destino” utilice como excusa ese artefacto como nuevo Santo Grial de la saga, porque la máxima preocupación de la película es el tiempo: no solo el paso del tiempo sobre la piel y el espíritu de un mito de la cultura popular sino también cómo se relacionan con ello el actor que lo encarna (el incombustible Harrison Ford) y los espectadores, fieles y/o nuevos, perseguidos por una idea de nostalgia que la película nunca acaba de saber definir.

En un momento muy hermoso del filme, Indiana Jones, que ha caído del cielo habitando un tiempo que no es el suyo, mira a su alrededor y exclama: “Es la Historia desplegándose ante nuestros ojos”. Ese pensamiento en voz alta parece referirse a la oportunidad (perdida) de que la película se apunte a esas reescrituras de la Historia que puso de moda “Malditos bastardos”, debidamente mezcladas con las paradojas nacidas de los viajes en el tiempo, pero también al modo en que el presente de Ford/Indiana Jones encarna un fragmento de Historia del cine. “Indiana Jones y el dial del destino” juega, cómo no, a esa autoconsciencia del mito crepuscular -esa introducción del personaje en 1969, en calzoncillos, refunfuñando contra la fiesta juvenil, regando su café matinal con un chorrito de alcohol, a punto de jubilarse, con el divorcio a sus pies- en el que el cine sigue confiando a ciegas. Es, admitámoslo, una idea muy bella: el cine es el arte de las segundas, terceras, infinitas oportunidades.

Eso sí, la nostalgia a la que apela el filme parece un tanto esquizofrénica: por un lado, las referencias a otros títulos de la saga (desde la fidelidad a los villanos nazis hasta las alusiones directas a la magnífica “Indiana Jones y el templo maldito”, empezando por la cueva tapizada de insectos y acabando por el side-kick infantil) quieren dialogar con los espectadores que han crecido con el personaje, mientras que algunas decisiones estéticas -el rejuvenecimiento digital de Ford en el largo prólogo del ferrocarril, por otro lado una secuencia de lo más ‘vintage’- y narrativas -la sarcástica, refrescante presencia de Phoebe Waller-Bridge como ahijada de Indiana Jones- pretenden contemporaneizar esa nostalgia, hacer del pasado algo renderizado por el culto al presente que interpele a los nuevos públicos. En esa fricción entre diferentes tipos de nostalgia se debate “Indiana Jones y el dial del destino”, la primera entrega de la saga que no está dirigida por Spielberg. A veces da la impresión de que a James Mangold le cuesta abrirse paso entre tanta contradicción: en fin, entre hacer una película que quiere tener memoria, que quiere recordar los encantos de su mito, y hacer una película que obedezca a las exigencias de la superproducción del capitalismo de plataformas, debidamente estandarizado en sus persecuciones y giros de guion. Cierto es que, en su viaje por el mundo, de Nueva York a Sicilia, pasando por Tánger y Grecia, el filme retiene dosis de la vitalidad aventurera de las entregas originales, y que la icónica, carismática presencia de Harrison Ford ahuyenta el fantasma de la tediosa repetición de las fórmulas de las franquicias superheroicas. Al final, es una pena que Indiana Jones le haga un feo a Arquímedes, pero la recompensa es grata: la película acaba reconciliándole con su pasado mítico de un modo que solo los ‘boomers’ sabrán valorar. Con lágrimas en los ojos.

Lo mejor: El tercio final es estupendo, y el carisma de Harrison Ford se mantiene tan fresco como el primer día.

Lo peor: Preferimos su nostalgia autorreferencial a la renderizada digitalmente.