La capacidad visionaria del ‘mainstream’ es inescrutable, al menos en lo que respecta a captar el ‘angst’ probélico que respiramos con la boca abierta y la nariz tapada. Para muestra, un botón de “M3gan 2.0”: ahora ya no se trata, como en la primera parte, de revisar uno de los argumentos universales de la ciencia-ficción clásica -la rebelión del monstruo contra su creador- bajo el prisma del horror irónico sino de hacer política-ficción, o política-documental, imaginando que una nueva inteligencia artificial llega al núcleo nuclear del mundo árabe desafiando el control de los humanos que la han diseñado.

Es uno de los nuevos temores de la tecnofobia de nuestros tiempos, como puede advertirse también en los dos últimos capítulos de la saga de “Misión Imposible”: que la IA nos devuelva al estado más primitivo de la civilización, como si del factótum de una nueva Guerra Fría se tratara. El comentario político se termina aquí, aunque la película disfrute coqueteando en ferias de muestras, fiestas de grandes corporaciones y villanos con ínfulas de figurar en los Grandes Éxitos de la Geopolítica.

Resulta, pues, que “Megan” se transforma en una especie de parodia de “Terminator 2”, en la que la malvada muñeca se empeña en proteger y salvar a la que fue su familia fundacional frente a la amenaza de Amelia, un T1000 con eyeliner que, literalmente, quiere comerse el mundo. En este disparate de usar y tirar, es imposible encontrar una idea memorable, una imagen para el recuerdo, un chiste simpático, más allá de su excéntrica fijación con el cine de Steven Seagal, y de la determinación de su director en hacer la película más anónima y menos carismática de la temporada veraniega.

Lo mejor:

Comprobar que, aún contra su voluntad, el cine mainstream es espejo del tiempo que nos toca vivir.

Lo peor:

Decepcionará a los que esperaban una película de terror y a los fans de Jemaine Clement.