Edimburgo era una fiesta
El Festival de Arte, sin gozar del glamour y la afectación de algunas bienales, se abre hueco con porpuestas tan espontáneas como dignas de tener en cuenta. No se lo pierdan
Imaginen una ciudad en la que, mientras comes en una terraza, un grupo de personas equipadas con auriculares disfruta de una fiesta silenciosa y desfilan ante ti bailando como si no hubiera mañana; una ciudad en la que magos, acróbatas, músicos y actores invaden cada rincón de su centro histórico; una ciudad en la que difícilmente caminarás por una manzana que no albergue una sede de los diferentes festivales en curso; una ciudad en la que uno de cada tres de sus habitantes reparte “flyers” anunciadores de espectáculos -en ocasiones, la ratio puede llegar a ser de dos de cada tres- y en la que no hay trozo de muro o farola que no esté empapelado por miles de carteles -ninguno de ellos repetido- con información sobre la avasalladora programación cultural.
Esta ciudad es Edimburgo en un día cualquiera del mes de agosto. Un auténtico milagro cultural, que convierte a una urbe de apenas 500.000 habitantes en un agujero negro capaz de tragarse la materia creativa producida por todas las grandes capitales europeas; un maravilloso disparate en el que, si no eliges tu nicho de interés y aspiras a abarcarlo todo, entrarás en pánico y enloquecerás.A la sobredosis de “performances” que propone el Fringe -el gran festival de teatro, música y danza, cuya programación tiene el grosor de un listín de teléfonos de los de antes-, se suma, en tiempo y espacio, una actividad como la Royal Military Tatoo -recreaciones militares en la explanada del icónico Castillo de Edimburgo- y el Edinburgh Art Festival, una convocatoria artística anual que, sin gozar todavía del glamour y la afectación clasista de algunas bienales, rezuma una autenticidad y espontaneidad discursiva dignas de elogiar. Una de las cualidades sobresalientes de este festival artístico es que, aún atento y sensible a las cuestiones calientes de nuestro globalizado siglo XXI, no exhibe esa labor de “alicatado curatorial” que pretende homologar la diversidad bajo el claustrofóbico y omnipresente ojo del Gran Hermano.
A través de las diferentes propuestas expositivas que integran el programa de esta edición de 2018, se detectan alusiones al drama de los refugiados, al feminismo, a la lógica voraz del capitalismo global, a los cuerpos alternativos, a la industria de la muerte, pero todo ello en un marco flexible, a veces rayando en un saludable desorden que favorece la especificidad de los testimonios. La figura del “megacomisario” arroja, en la actualidad, más problemas que soluciones, y el modelo de “constelación” que alienta el Edinburgh Art Festival parece haber advertido estos síntomas de cansancio de un modelo que ya solo provoca astringencia intelectual.
Nombres propios
La estructura del programa expositivo del Edinburgh Art Festival es tan elemental como efectiva: una sección conformada por proyectos comisionados por la organización; una interesante iniciativa llamada “Platform”, que ofrece primeras oportunidades a jóvenes artistas escoceses; eventos urbanos y “performances”; y un amplio y acertadísimo espacio para “Partners”, en el que las instituciones artísticas residentes en Edimburgo se suman a esta fiesta del arte con exposiciones “ad hoc”.
Aunque en una propuesta tan coral y heterogénea como la diseñada por el certamen escocés, no es fácil ni justo establecer jerarquías, hay que ser sincero y reconocer que solo por sumergirte en el bosque de voces creado por la última instalación sonora de la india Shilpa Gupta vale la pena recorrer 2500 km. Acogida por el Edinburgh College of Art, y bajo el título de “For, in your tongue I cannot hide: 100 Jailed Poets” (“Porque en tu lengua no me puedo ocultar: 100 poetas encarcelados”), la obra rinde homenaje a cien poetas llevados a prisión a lo largo de la historia por el contenido “peligroso” de sus versos.
Cada uno de estos nombres, de diferentes países y lenguas, son representados por un altavoz que cuelga sobre un barrote de hierro en el que se hallan ensartados los versos recitados. La Torre de Babel concebida por la mejor artista india contemporánea recoge la infinita diversidad lingüística y expresiva de las culturas del planeta en un reducido perímetro de lamento: acongojante, sagrado, monumental. Una de las mejores obras de arte político de los últimos años.Igual de sobrecogedora resulta la contemplación/audición del vídeo “Triptych”, de Ross Birrel y David Harding. La relación establecida entre el audiovisual y la sede en la que se exhibe constituye una refinada maniobra intelectual: la Trinity Apse es todo lo que queda de una colegiata derribada en 1848 para la construcción de una estación de ferrocarril.
La pequeña capilla que hoy se puede visitar es el resultante de la reconstrucción, en otro lugar, de los pocos restos supervivientes. Birrel y Harding establecen así una conexión de fondo, traumática, entre el drama de los refugiados expresado en la partitura musical, interpretada por la Athenas State Orchestra en el vídeo, y el carácter “expatriado” de esta capilla, expulsada de su territorio natural.Dentro de la sección de “Partners”, hay tres exhibiciones que justificarían la programación anual de cualquier ciudad europea de tamaño medio: “Woman with a Red Hat”, de Tacita Dean, en la Fruit Market Gallery -un proyecto mucho más interesante que el que esta misma artista acaba de clausurar en la Royal Academy de Londres; “Now”, una colectiva celebrada en la Scottish National Gallery of Modern Art, y entre la que destaca la retrospectiva consagrada a Jenny Saville, la artista más emblemática del Young Brittish Art; y la extraordinaria, insólita y brillante “Jacob's Ladder”, en la Ingleby Gallery -una colectiva construida en torno a la relación entre las artes visuales y el espacio exterior, y que, en cuanto a calidad de las piezas, coherencia discursiva y singularidad supone una de las exposiciones más logradas del último año en el panorama europeo. Un ejemplo -cada vez más raro- de la capacidad incomparable del arte para salvarte de la inmundicia intelectual y sensorial en la que usualmente vivimos.Cualquiera que visite Edimburgo durante estos días comprobará, en definitiva, que esta ciudad es una fiesta, y que, pese a que por nuestras latitudes cueste asumirlo, todavía la cultura puede poner patas arriba a una urbe entera y convertirla en ese espacio cívico ideal en el que todos queremos participar. Allí no hay playa, pero no hay un solo segundo al día para echarla de menos.