El arte contemporáneo muere en Venecia
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No han podido encontrar mejor simbolismo los miembros del jurado de la Bienal de Venecia. Todo es artificio. Una memez. Diríase que el que fuera el escaparate artístico de referencia durante décadas ha sucumbido a lo que es la propia ciudad: un parque temático en el que de cuando en cuando entra un barco más alto que cualquier monumento, tanto que se convierte en una torre más de un templo laico y desorbitado. El pabellón de Lituania se ha llevado el León de Oro. ¿Qué esconde, qué camino transita que arroje luz sobre el devenir del arte contemporáneo? Pues el de una playa artificial. El visitante entra y fisgonea una playa abarrotada a la que le falta la sandía y el tupper de tortilla para ser un trozo de la Caleta de Cádiz. Señores en traje baño con barriga cervecera, adolescentes que hacen del biquini un uniforme de nuevas diosas, vestales o adoradoras de Isis que guardan el deseo en un capazo, chiquillos que alborotan la siesta con ese griterío tan molesto que nos recuerda que estamos vivos. Lo que se admira estos días en Venecia es el epitafio comercial de una manera embustera de ver el mundo. Engañabobos a la caza de un «curator» que los haga ricos e invencibles. Hubo un tiempo, quizá se trataba de otro planeta, en que Venecia era Tiziano, Tintoretto o Veronese. Hoy los mercaderes que odian la creación y adoran el negocio colocan un chiringuito de baratijas caras a ver quién pica. Es desasosegante. Claro que nadie espera un Tiziano en 2019 ni un Fellini en el Festival de Cannes que levanta el telón la próxima semana. Pero al menos que no nos tomen el pelo con sombrilla. Como parte de la «performance» por allí estuvieron ayer Antoni Comín y Clara Ponsatí, dos de los huidos después de declarar la independencia de Cataluña. Estos sí que merecen un premio a los mejores falsificadores del siglo. En el pabellón catalán se muestran esculturas «odiadas», entre ellas, la célebre de Franco decapitado en otra exposición en el Borne. Allí despotricaron. «España no entiende la diversidad cultural», dejaron dicho para que sus palabras se esculpieran en mármol, aunque casi nadie les oyó porque el público estaba tomando el sol en la playa de Lituania. Mientras, en el pabellón de nuestro país, la artista Itziar Okariz orinaba de pie. Ni siquiera en el urinario de Duchamp.