Historia

Estados Unidos

El día que México pudo declarar la guerra a EE UU

Con el frente europeo bloqueado en 1917, un telegrama de Alemania a México interceptado por Londres quedó en el medio de un insólito juego de táctica y espionaje en el que los dos frentes pudieron llevar el conflicto a territorio norteamericano

Ejemplar de «The New York Times»
Ejemplar de «The New York Times»larazon

Con el frente europeo bloqueado en 1917, un telegrama de Alemania a México interceptado por Londres quedó en el medio de un insólito juego de táctica y espionaje en el que los dos frentes pudieron llevar el conflicto a territorio norteamericano

Hace un siglo, el 16 de enero de 1917, el ministro alemán de Asuntos Exteriores, Arthur Zimmermann, envió a su embajador en Washington un telegrama que debería remitir al embajador alemán en Ciudad de México para que este, a su vez, se lo entregara al presidente Venustiano Carranza. Zimmermann proponía a México que atacara a Estados Unidos si estos declaraban la guerra a Alemania; les prometía ayuda económica y su respaldo para recuperan Nuevo México, Texas y Arizona (1.300.000 km2) perdidos sesenta años antes. Este mensaje fueuno de los casos de espionaje más decisivos de la Gran Guerra porque, en último término, provocó la intervención norteamericana en el conflicto.

A comienzos de 1917, la situación militar en la Primera Guerra Mundial era de equilibrio: los alemanes habían resistido a los anglo-franceses en el Somme, pero advertían que no podrían sostener muchos choques más de tal envergadura; en los Alpes, los italianos sufrían un revés tras otro, pero los austriacos no se imponían; en el Próximo Oriente, los británicos avanzaban hacia Damasco y Bagdad y el Imperio Otomano amenazaba ruina; en el Este, los rusos estaban al borde del colapso, pero seguían luchando.

Berlín necesitaba la victoria a corto plazo o terminaría derrotada por agotamiento. El 9 enero de 1917, se reunieron en el palacio silesiano de Pless, el káiser Guillermo II, el Gobierno y los representantes del Ejército y la Marina, Von Hindenburg y Von Holtzendorff, quienes propusieron iniciar la guerra submarina ilimitada. Con sus 200 nuevos sumergibles esperaban hundir 600.000 toneladas de mercantes al mes e interrumpir las comunicaciones de Gran Bretaña y de Francia, debilitando a esta y rindiendo a aquella por hambre.

El problema era que el ataque a muchos buques neutrales, sobre todo norteamericanos, provocaría, probablemente, la declaración de guerra de Washington contra los Imperios Centrales. Pero la falta de alternativa y las seguridades militares de una rápida victoria, sin dar tiempo a la intervención norteamericana, forzaron la decisión del káiser, fijándose el inicio de la campaña submarina sin restricciones para el 1 de febrero.

Sin embargo, los políticos albergaban serias dudas de que la victoria fuera tan inmediata. De ahí que el ministro Zimmermann tomara precauciones: si Estados Unidos intervenía, Alemania trataría de llevar la guerra a su territorio por medio de México y con tal propósito envió el telegrama cifrado desde su legación en Copenhague a su embajador en Washington para que se lo hiciera llegar al representante alemán en México. La cautela estaba justificada porque el mensaje tendría que circular por cable trasatlántico a través de las Islas Británicas, y en Berlín estaban seguros que los ingleses lo detectarían, aunque esperaban que no pudieran traducirlo; por si lo consiguieran, el envío a través de Washington ataría las manos a los británicos, pues si se dieran por enterados, los norteamericanos montarían en cólera, porque demostraría que Londres espiaba su correspondencia, un país neutral, amigo y su principal fuente de recursos. En efecto, el telegrama fue interceptado y parcialmente traducido, pudiendo conocerse lo esencial de su contenido. Pero ¿Cómo advertir a Estados Unidos sin comprometer sus relaciones, sin que pareciera una argucia del Servicio Secreto británico para implicarlos en la guerra y sin que Berlín advirtiera que su clave había sido violada y procediera a cambiarla?

El amigo americano

Era una cuestión peliaguda por la situación especial que existía en enero de 1917. Para los norteamericanos la guerra era como la gallina de los huevos de oro: ante el bloqueo ejercido por la flota británica, el único comercio posible de los EE UU era con la Entente, hacia la que, en 1915-16, había cuadruplicado sus exportaciones de acero y alimentos. El montante económico, que en 1914 ascendía a 824 millones de dólares, superó los 2.400 millones al año siguiente. Agotadas las reservas económicas de la Entente, las presiones de la opinión pública en su favor, apoyadas por empresarios, campesinos y bancos, abrieron créditos para que siguieran las compras: 8.214 millones de dólares en 1916-18.

Francia y Gran Bretaña estaban realizando un enorme esfuerzo industrial para satisfacer sus necesidades militares, pero necesitaban cuanto les ofrecía el mercado norteamericano, cuya industria multiplicó por diez la fabricación de explosivos, máquinas-herramientas y motores. El enriquecimiento de Estados Unidos fue fabuloso: en 1914, su deuda exterior ascendía a 2.000 millones de dólares; tras la guerra atesoraba el 40% del oro mundial y los beligerantes le debían 18.000 millones.

Con todo, los más clarividentes veían que, a la larga, disminuirían las compras franco-británicas y para prolongar aquella prosperidad lo más beneficioso sería ensanchar el mercado a ambos bandos. Si eso fuera imposible en guerra convendría conseguir la paz y en ese sentido se inscriben numerosas iniciativas pacificadoras, incluidas las del presidente norteamericano Woodrow Wilson que, el 22 de enero de 1917, defendió ante el Senado una «paz sin victoria», porque «una victoria significaría la paz a la fuerza para el derrotado. La aceptaría humillándose y le dejaría un resentimiento y una amargura sobre los cuales no podría apoyarse confiadamente la paz. Sólo puede ser duradera una paz entre iguales». Pero la Entente que no quería un armisticio, sino la victoria y, para ello, lo ideal era que Washington se implicara en la guerra: el telegrama Zimmermann, adecuadamente manejado, sería un arma fantástica, porque Estados Unidos tenía un problema importante con México.

El presidente Venustiano Carranza era incapaz de controlar los movimientos subversivos que proliferaban en su país y que azotaban, incluso la frontera estadounidense. En Oaxaca, Emiliano Zapata estuvo en armas desde 1914 hasta su muerte, en 1919; en el norte, Pancho Villa combatía a Carranza e, incluso, a los norteamericanos que le apoyaban, como ocurrió en el pueblo de Columbus, donde los villistas mataron a 37 soldados norteamericanos en febrero de 1916. En represalia, el general Persing penetró en México con diez mil hombres, persiguiendo a Villa. Esa era la situación cuando le llegó el telegrama Zimmermann al presidente Carranza y Londres –que conocía el destino final del mensaje– vio allí su oportunidad: su agente, el «Señor H», sobornó a un funcionario y consiguió el texto, que el secretario del Foreign Office, James Balfour, entregó el 23 de febrero al embajador de Estados Unidos en Inglaterra.

Entretanto, el primero de febrero, se había iniciado la campaña submarina sin restricciones y Estados Unidos había roto sus relaciones diplomáticas con Alemania, pero sin declararle la guerra. El presidente Wilson la rechazaba: el 3 de febrero, ante el Congreso, declaró: «Me cuesta creer que los alemanes lleven a cabo esto (...) No lo creeré hasta no verme obligado por los hechos consumados». A finales de febrero ya los tenía: los alemanes había hundido 470.000 toneladas de buques, entre ellos, siete norteamericanos. A la consiguiente indignación de Wilson se unió la provocada por el Telegrama, pero apenas tuvo tiempo para meditar su respuesta porque los servicios de inteligencia británicos filtraron el mensaje a la prensa estadounidense.

Indignación

La opinión pública estalló indignada. Setenta años después de los acuerdos impuestos militarmente por Estados Unidos a México, a nadie se le pasaba por la cabeza que pudiera revertirse la situación y la amenaza, por irreal que pareciera, se consideró una injerencia alemana en sus asuntos y un acicate para la inseguridad reinante en sus fronteras del sur. La irritación de Washington se incrementó ante el silencio mexicano, pues no dudaba de que Carranza hubiera estudiado el telegrama. ¿No estaría tramando una aventura quijotesca? No era el caso. El Gobierno mexicano desestimó el mensaje: añoraba los territorios perdidos por el general Santa Anna y bufaba indignado por las incursiones de Persing, pero reconocía su debilidad extrema. Pero mantuvo el suspense hasta que, mediado abril, rechazó la oferta alemana y ofreció explicaciones diplomáticas a Estados Unidos.

¡A buenas horas! Para entonces, el propio Zimmermann había aceptado la autenticidad del telegrama, quitándole validez, pues sólo debiera haberse entregado en el caso de que Estados Unidos hubiese declarado la guerra a Alemania. Cosa que, después de mil presiones internas y externas, había hecho el presidente Woodrow Wilson el 6 de abril de 1917.

El telegrama Zimmermann

«Nos disponemos a comenzar la guerra submarina ilimitada el 1 de febrero. A pesar de ello, procuraremos que continúe la neutralidad de Estados Unidos. Por si esto no tuviera éxito, ofrecemos a México una alianza sobre las siguientes bases: hacer la guerra juntos y juntos declarar la paz, (proporcionaremos) ayuda económica generosa y entendemos que México reconquistará los territorios perdidos de Nuevo México, Texas y Arizona. El acuerdo detallado se lo dejamos a usted.

Informará usted al presidente (Carranza) sobre esto con el secreto más riguroso cuando sea seguro el estallido de la guerra con Estados Unidos, y sugerirá, además, que podría, por propia iniciativa, invitar a Japón a adherirse inmediatamente a este plan, convirtiéndose en mediador entre Japón y nosotros.

Exponga, por favor, al presidente que la utilización sin restricción de nuestros submarinos nos brinda la posibilidad de obligar a Inglaterra a firmar la paz en pocos meses. Acuse recibo. Zimmermann».