El Festival de Venecia alcanza la Luna
Damien Chazelle, que eclosionó hace dos años con la exuberante «La La Land», regresa a la Mostra veneciana en una edición llena de buen cine con «First Man», una austera recreación existencial de Neil Armstrong antes del viaje a la Luna que inauguró ayer con tímidos aplausos el certamen.
Damien Chazelle, que eclosionó hace dos años con la exuberante «La La Land», regresa a la Mostra veneciana en una edición llena de buen cine con «First Man», una austera recreación existencial de Neil Armstrong antes del viaje a la Luna que inauguró ayer con tímidos aplausos el certamen.
A estas alturas, a Alberto Barbera no hay quién le tosa. En los años que lleva dirigiendo la Mostra de Venecia ha conseguido consolidarla como el lugar donde Hollywood tiene que lanzar sus títulos oscarizables, ganándole la partida del prestigio a sus competidores americanos, Toronto y Telluride, con los que coincide en fechas. No es extraño, pues, que Damien Chazelle, que inauguró el certamen hace un par de ediciones con «La La Land», repita los honores con «First Man», que cuenta la odisea existencial del Neil Armstrong en proceso de pisar la Luna. Es solo un aperitivo para esta majestuosa 75ª Mostra veneciana que se ha aprovechado de las políticas restrictivas de Cannes para con Netflix para barrer con varios de los títulos más esperados de la temporada. A Barbera no le afectan las polémicas de la igualdad –solo hay un título en sección oficial dirigido por una mujer: «The Nightingale», de la australiana Jennifer Kent– porque asegura que los festivales son el final de un camino, no la solución a un problema. Y mientras tanto, colecciona nombres para contentar a los críticos exigentes (Laszlo Nemes, Frederick Wiseman, Orson Welles), a los adictos a autores consagrados (los hermanos Coen, Alfonso Cuarón, Luca Guadagnino, Mike Leigh, David Cronenberg) y a los que se derriten pegados a la alfombra roja (¡Lady Gaga! ¡Ryan Gosling!).
Damien Chazelle necesitaba una buena escafandra para protegerse de un doble salto al vacío. Por un lado, ¿cómo enfrentarse a su nuevo proyecto después de «La La Land» sin decepcionar a los que le saludaron como la gran joven promesa del cine americano? Por otro, ¿cómo abordar un material tan icónico como el primer viaje a la Luna, tan enraizado en el imaginario histórico colectivo, sin resultar redundante? Hay en «First Man» una contención expresiva que contrasta con la hiperbólica expansividad de su visita guiada por el musical clásico, marcada precisamente por la necesidad de respetar el punto de vista de Neil Armstrong. Desde la primera secuencia, una espectacular y terrorífica prueba de vuelo protagonizada por el futuro astronauta, nos queda claro que serán sus sentidos –sometidos a una sinfonía abstracta de imágenes agitadas y sonidos quebradizos– los que nos guiarán durante todo el metraje, limitados por un claustrofóbico campo visual que se corresponde con un duelo emocional completamente reprimido. Por suerte, Chazelle no es Ron Howard, y un hiperrealismo documental subjetiviza todas las escenas de viajes espaciales, deglamourizándolas, deshidratándolas hasta dejarlas en los huesos. No es extraño que el director de «Whiplash» afirmara ayer que quería que «First Man» pareciera una película doméstica, cine familiar que incluyera un viaje a la Luna en su metraje.
Un viaje iniciático
Esa austeridad casera, decíamos, resulta consistente con el viaje iniciático que emprende el propio Armstrong. Chazelle construye la obsesión de su protagonista y su progresivo aislamiento emocional a partir de un hecho traumático –la muerte de su hija de dos años– que convierte en catalizador de su aventura lunar, que es, al fin y al cabo, un viaje al otro lado de las cosas, a esa dimensión paralela en la que tal vez pueda reencontrarse consigo mismo después de bailar con la muerte sin acabar de caer en sus brazos. Ver la Tierra desde la Luna es, tal vez, el mayor cambio de perspectiva que un ser humano pueda tener a su alcance. Es, por tanto, un gran acierto que Chazelle filme ese «pequeño paso para el hombre y ese gran paso para la humanidad» como un momento de extrema intimidad, sin clavar banderas ni imponer músicas épicas. Es una cita con la expiación espectral de un hombre que necesita vencer a la muerte en su propio campo.
Hasta aquí, la teoría. Notable alto. ¿Qué ocurre con la práctica? A veces «First Man» titubea: no sabe si echarle un vistazo al contexto histórico, escapándose del sistema narrativo que ha organizado alrededor de la mirada de Armstrong. Y luego parece contagiarse de una cierta monotonía narrativa, de una falta de intensidad emocional que está grabada en granito en el rostro de Ryan Gosling. Cierto es que el personaje es pura introversión, un calcetín metido hacia dentro, un hombre incapaz de exteriorizar sus sentimientos. Gosling, que parece haberse especializado en criaturas hieráticas, no sabe aportar matices a Armstrong, acostumbrado como está a repetir el modelo melvelliano de «Drive». «Tal vez es la película en la que he tenido más ayuda para encarar un personaje», declaró en rueda de Prensa. «He hablado con los hijos de Armstrong, con su ex mujer, con su hermana... Neil era un hombre introspectivo, callado y humilde. No se consideraba un héroe americano, para nosotros era importante mostrar su yo auténtico. Se trataba de abrir unas cuantas ventanas en ese hermetismo para acercarse a lo que sentía durante esa época». Las ventanas, por desgracia, siguen cerradas, y Gosling, que habría sido un magnífico modelo bressoniano, no consigue que el dolor rompa la parálisis emocional del personaje, contagiando de una molesta frialdad a una película que solo levantó tímidos aplausos en su primer pase de Prensa.
Renzo Nervi (extraordinario Luis Brandoni) puede resultar tan hostil como Neil Armstrong, pero por razones opuestas. No se caracteriza por mantener la boca cerrada, salpica su misantropía como Pollock salpicaba de pintura sus lienzos en blanco. Es un artista del hambre porque no está dispuesto a venderse, a pesar de que el galerista que lleva su obra, Arturo (Guillermo Franzelli), el único amigo que le queda, insiste en que se abra al mundo para que su obra, tan de moda en los ochenta, vuelva a cotizar al alza. Presentada fuera de concurso, «Mi obra maestra» es la historia de una amistad a prueba de desprecios, que comparte con «El ciudadano ilustre», la comedia negra con que Gastón Duprat (ahora sin Mariano Cohn como co-director) concursó en la Mostra hace dos años, la mirada irónica hacia la mercantilización de la alta cultura (en aquel caso, los hipócritas círculos literarios; en este, el voluble y frívolo mundo del arte contemporáneo) y un cinismo un tanto indiscriminado. Podría decirse que Duprat apunta con dardos envenenados pero las dianas son demasiado fáciles, y la consistencia de la trama, que incluye un par de giros sorpresa que conviene no revelar, es más frágil, está menos trabajada que en «El ciudadano ilustre». Duprat parece celebrar la Argentina corrupta y picaresca que encarnan sus protagonistas ridiculizando a cambio la honestidad inquebrantable del «boy scout» ingenuo y solidario que interpreta Raúl Arévalo. «Mi obra maestra» es una sátira, claro, pero algo complaciente.