El maestro Mateo, el hombre que hizo hablar a la piedra
El Museo del Prado dedica la primera exposición monográfica al maestro Mateo, el escultor de la catedral de Santiago de Compostela. Una muestra que reúne 14 piezas de excepcional factura que permiten reconstruir la desaparecida fachada que protegía el Pórtico de la Gloria.
El Museo del Prado dedica la primera exposición monográfica al maestro Mateo, el escultor de la catedral de Santiago de Compostela. Una muestra que reúne 14 piezas de excepcional factura que permiten reconstruir la desaparecida fachada que protegía el Pórtico de la Gloria.
Del maestro Mateo, como en los mejores relatos románticos, nos queda su nombre y la leyenda que todavía alienta la contemplación de su obra. La figura se desvanece en la historia y lo único que nos ha llegado de su biografía son dos documentos: uno escrito en papel y otro labrado en piedra. Lo demás son rumores, conjeturas, posibilidades, deducciones sin corroborar, razonamientos, muchos «podría ser» y todo un culto a su persona que se ha apoyado en su presencia inasible y que ha crecido en Galicia a lo largo de los últimos siglos. Del estudio de sus esculturas se entresacan posibles influencias y se habla de que en sus tallas asoman reminiscencias de artistas musulmanes, borgoñones, italianos e hispanos. Se comenta que a lo mejor estuvo en París, que, quizá, se educó en Chartres, que, por qué no, mantuvo relación con canteros de distintas culturas, áreas geográficas y orígenes diversos. ¿Era de Compostela? ¿Provenía de León? Todas estas interrogantes son hipótesis y conjeturas que apuntan posibilidades pero que, por ahora, no responden a las acuciantes preguntas de «¿quién era?» y «¿de dónde procedía?». El que es, con toda probabilidad, uno de los mejores escultores de la historia de España y, sin duda, el hombre que elevó el arte románico a una de sus indiscutibles cumbres con su trabajo en el Pórtico de la Gloria y el plan arquitectónico que dirgió y proyectó para la catedral destinada a acoger la tumba del apostol Santiago y recibir a millones de peregrinos, se pierde en la bruma del pasado.
Hechos documentados
Un texto, fechado el 23 de febrero de 1168 y firmado por el rey Fernando II, da noticia que el artista, este magister sin rostro histórico, recibía una pensión vitalicia de nada menos que cien maravedíes anuales por encargarse de las obras de la ambiciosa construcción compostelana, que, por lo visto, iban con demora. Y una inscripción, datada unos veinte años después, exactamente el 1 de abril de 1188 – y que reza: «Los dinteles del pórtico principal de la iglesia del bienaventurado Santiago fueron colocados por el maestro Mateo, que dirigió este portal desde sus cimientos»–, son los únicos datos completamente seguros. A partir de aquí, nada.
Varias tradiciones literarias nos refieren el castigo que reciben aquellos osados que, desobedeciendo las prohibiciones impuestas, quitan a los dioses el don de conceder la vida. El mito de Prometeo –al que, precisamente, se alude en otra exposición del Museo del Prado, «Metapintura»–cuenta, en una de sus versiones, su caída tras robar el fuego del monte Olimpo para dotar de alma a las figuras que él mismo modelaba, un claro guiño a los riesgos que debe afrontar el artista; y en la cultura judía todavía sobrevive la historia del Golem, una criatura de barro que recibe el aliento gracias a las artes de un rabino. El maestro Mateo, a diferencia de otros escultores de su tiempo, por ejemplo, el anónimo hombre que trabajó en los bajorrelieves del claustro de Silos o el cantero que se encargó del frontón de Moarves de Ojeda, por mencionar tan solo dos notables ejemplos españoles, hizo lo que ningún otro se atrevió a llevar a cabo en su época: ir más allá del mero hecho de tallar una pieza, conformarse con crear una representación e intentar que, a los ojos de los fieles, sus estatuas estuvieran poseídas de vida. Dio a sus imágenes y esculturas, como puede observarse en el Pórtico de la Gloria –la obra, en España, más reproducida en postales después de «Las Meninas» de Velázquez, según Miguel Falomir, director adjunto de conservación e investigación del Museo del Prado–, unos rasgos individuales, propios, inconfundibles, que resaltaran su personalidad. Introdujo movimiento a sus tallas, que elaboró con intención, como si estuvieran inmersas en una conversación eterna y silenciosa que, paradójicamente, nadie puede escuchar más que ellas mismas; y, sobre todo, introdujo un elemento sofisticado, inquietante, la sonrisa, una sonrisa, a lo mejor, demasiado humana. Estos elementos excepcionales hicieron, con toda probabilidad, que tuviera conciencia de sí mismo, de lo que había logrado, dar vida a la piedra, como otros antes habían dado vida al barro, y, en una irreverencia más, la soberbia magnífica que suele aureolar al artista, firmó su obra en un periodo en que ningún otro lo hacía. Parace que ele maestro Mateo retaba a Dios al reivindicarse.
La vieja fachada
A esta personalidad original le rinde ahora un destacado homenaje el Museo del Prado al inaugurar una exposición sobre él. Una muestra que, en realidad, es la primera exhibición monográfica sobre su obra; y la primera, también, que se dedica al arte románico en la pinacoteca madrileña. Para eso se han reunido catorce figuras que permiten apreciar el talento de este abanderado de los artistas que desean escapar del anonimato y alcanzar renombre gracias al reconocimiento de su magisterio. La mayor parte de esta colección de piezas pertenecían a la fachada exterior del Pórtico de la Gloria, que se desmontó en dos momentos: primero, a mediados del siglo XVI, cuando se decidió instalar unas puertas que permitieran cerrar el recinto sagrado (que antes siempre permanecía abierto); y, después, en el XVIII, cuando se determinó levantar la actual fachada barroca.
Por ese devenir que padecen las obras que son desplazadas del lugar original para el que fueron creadas, algunas de ellas se perdieron, otras, acabaron olvidadas en insólitos lugares, y el resto fue a parar a manos privadas. El Prado ha logrado juntar las que han llegado hasta nosotros. Una oportunidad para imaginarnos cómo era esa antigua fachada hoy desaparecida y disfrutar de esas esculturas que evocan a reyes bíblicos y profetas; que representan escenas del Nuevo Testamento y alegorías del pecado, pero que, en el fondo, lo que traslucen es la pequeña y envidiable vanidad del genio.
Unos destinos singulares
El desmontaje de la fachada exterior del Pórtico de la Gloria condenó a sus esculturas a un extraño peregrinaje. Algunas quedaron relegadas al olvido, quedando arrumbadas aquí y allá. En la exposición del Museo del Prado se pueden contemplar algunas esculturas procedentes de este lugar y otras que estuvieron colocadas en el trascoro, que también sufriría cambios a lo largo de la historia. El comisario de la muestra, Ramón Yzquierdo Peiró, reconoció que cada vez que se procede a una excavación en el recinto de la catedral de Santiago de Compostela, siempre aparecen interesantes vestigios que completan la obra del maestro Mateo y que se han extraviado a lo largo de tantos siglos y reformas. Algunas de las esculturas que se exhiben en El Prado, de hecho, proceden de manos particulares (algunas de ellas fueron a parar a la familia Franco, porque un alcalde, que las tenía en el Ayuntamiento, decidió entregárselas al dictador). Otras, que habían sobrevivido abandonadas en patios, fueron rescatadas por personas sensibles que apreciaban su delicada monumentalidad y, gracias a este rescate, todavía las podemos disfrutar hoy. Las demás se han conservado en el museo catedralicio, que es su lugar de origen y donde reflejan la majestuosidad de unos siglos en los que la piedra hablaba a los creyentes, impartía lecciones morales y difundía enseñanzas en un pueblo que sabía mirar y oír, pero no leer. El maestro Mateo probablemente mitigó, con la serena belleza que dio a sus esculturas, el temor al infierno. Luego, se retrató él, según la tradición, en una pieza que se colocó a espaldas de ese milagro de piedra.