El milagro de Dunkerque
Hollywood, de la mano de Christopher Nolan («Memento», «Interstellar»), estrena el 21 de julio la historia de la IIGM que ya en sí misma tenía mucho de cinematográfica: una férrea defensa, las trágicas acciones navales, una violenta batalla aérea sobre las playas galas...
Hollywood, de la mano de Christopher Nolan («Memento», «Interstellar»), estrena el 21 de julio la historia de la IIGM que ya en sí misma tenía mucho de cinematográfica: una férrea defensa, las trágicas acciones navales, una violenta batalla aérea sobre las playas galas...
Dunkerque es uno de esos lugares que, poco a poco, se ha ido haciendo un hueco en el imaginario colectivo, aunque, según para quiénes, los motivos difieran en gran medida. Según los británicos, lo que sucedió en aquella pequeña localidad es la historia de la salvación in extremis de su fuerza expedicionaria, que dio lugar al llamado «espíritu de Dunkerque», con el que denominaron la actitud de desafío demostrada, su disposición a plantar cara en todo momento y hasta el más amargo final, si fuera necesario, y a luchar solos contra el enemigo, cosa que harían durante un largo año de contienda. Sin embargo, para los franceses fue, en cierto modo, una traición, y en gran medida un desentendimiento. Fue la historia de cómo tuvieron que morir para permitir que los británicos escaparan para luchar otro día en su propia tierra tras haberlos abandonado. Finalmente, para los alemanes fue el primer gran error de la guerra, pues dejaron escapar, casi en su totalidad, a la fuerza expedicionaria enviada por Reino Unido, insuflando con ello ánimos suficientes como para que aquel último enemigo, tras la rendición de Francia, siguiera resistiendo. Podría incluso decirse que, si Hitler terminaría de cavar su tumba en las estepas de la Unión Soviética, fue en Dunkerque donde dio la primera palada.
¿De quién es la culpa?
Pero, ¿qué pasó en realidad en Dunkerque? Para explicar los acontecimientos podríamos remontarnos en el tiempo hasta 1914 –cuando los ejércitos de la alianza franco-británica fueron capaces de mantenerse unidos y contener, sobre el río Marne, la brutal ofensiva germana de aquel mes de agosto–, ya que 26 años más tarde los aliados iban a encontrarse en una situación muy similar, pero en esta ocasión el resultado sería totalmente distinto. Entre el 13 y el 14 de mayo de 1940, las fuerzas acorazadas alemanas cruzaron el río Mosa y reventaron el frente del Noveno Ejército francés, iniciando una maniobra de cerco que llevó a lo más granado de las fuerzas franco-británicas a atrincherarse en una inmensa bolsa pegada a la costa del Mar del Norte. Lo cierto es que los aliados habían ido a la guerra casi con las mismas tácticas que los habían llevado a la victoria en 1918, sin apenas evolucionar; la British Expeditionnary Force (BEF) era una sombra de lo que había sido su predecesora de 1914 y el Ejército francés, reputado como el más poderoso del mundo, no era más que un trampantojo, mientras que los alemanes habían desarrollado un arma nueva: los carros de combate, y una doctrina diferente, la de las armas combinadas, que los llevaron en unos pocos días hasta la costa del canal de la Mancha.
Ante semejante desastre, los generales aliados empezaron a mirar en todas direcciones: algunos para encontrar un chivo expiatorio al que culpar; otros para preparar un contraataque que llevara a un nuevo «milagro», como el del Marne en 1914, que permitiera convertir la inminente y catastrófica derrota en un empate temporal antesala de una nueva victoria final; y el resto en busca de algún modo de salir del atolladero en el que se habían metido. Los chivos expiatorios fueron fáciles de encontrar. Uno era el general André Georges Corap, quien había estado al mando del derrotado Noveno Ejército francés en los días cruciales; otro fue Maurice Gamelin, generalísimo al mando de todas las fuerzas franco-británicas, quien dirigió el proceso de planificación y ejecución de las maniobras que habían acabado con tan fatal resultado. El relevo de ambos, decretado el 19 de mayo de 1940, sirvió para poder ignorar las múltiples veces en que el primero había avisado de que su ejército no estaba capacitado para cumplir la misión de defender un frente tan amplio como el que se le había encomendado; o para blanquear a todos aquellos que aceptaron con entusiasmo el arriesgado plan propuesto por Gamelin, consistente en entrar en Bélgica para enfrentarse a los alemanes pero evitando a toda costa una batalla de encuentro. ¿Cabe maniobra militar más difícil que avanzar hacia el enemigo para llegar a una línea concreta con tiempo suficiente como para atrincherarse antes de que llegue y esperarlo? Los imponderables eran demasiados: ¿resistiría el Ejército belga el tiempo suficiente? ¿Serían capaces las avanzadillas de contener a los alemanes? ¿Llegarían las tropas a tiempo a sus nuevas posiciones? En el sector de Corap no fue así, cuando los alemanes llegaron al río Mosa, las tropas no estaban listas y fueron incapaces de ofrecer la resistencia suficiente. Tal vez, como se criticará con posterioridad, habría sido mejor que los ejércitos franco-británicos hubieran esperado al enemigo sin moverse de la frontera que habían estado fortificando durante nueve meses.
Con las tropas Panzer alemanas sembrando el caos en la retaguardia de dos ejércitos franceses: Primero y Séptimo, de la BEF y del Ejército belga, todos ellos aislados del resto de Francia y de las fuerzas amigas, los mandos se dividieron entre dos actitudes fundamentales, ambas fruto de la situación estratégica de sus respectivas naciones. Para Francia, que no disponía de otro campo de batalla que su propio territorio continental y que, en consecuencia, estaba luchando en su última línea de resistencia, era en aquel momento cuando había que ganar la guerra, y para poder hacerse con la victoria había que contratacar. Era lo que había estado planeando el generalísimo Gamelin antes de ser destituido, y lo que trató de hacer el general Maxime Weygand, su sucesor, poco después de tomar el mando, para lo cual promovió sendas ofensivas a cargo de los británicos que estaban siendo encerrados en la bolsa, desde el norte, y de los franceses que se formaban un nuevo frente, desde el sur. La idea fundamental es que, como una boca que se cierra, ambas ofensivas se encontraría a medio camino y cortarían las vías de suministro de las divisiones acorazadas germanas tragándoselas, si se quiere mantener el símil.
Un mayo complicado
Sin embargo, la situación estratégica de Reino Unido era distinta, pues este sí disponía de una segunda línea de defensa, su propio suelo, y protegida por el mejor foso que se pudiera imaginar: el Canal de la Mancha, que a falta de monstruos estaba protegido por la Royal Navy, la flota de guerra más poderosa de su tiempo. Así, ¿por qué arriesgarse a perder la fuerza expedicionaria –con casi todas las tropas disponibles tanto en cantidad como en calidad– para tratar de revertir una campaña que se dirigía hacia la derrota a marchas forzadas? Fue la conclusión a la que, poco a poco, llegarían tanto el gabinete de guerra británico como lord Gort, el comandante en jefe de la BEF. Para ellos lo importante no era contratacar, sino salir del atolladero, aunque para conseguirlo iba a hacer falta un milagro.
Es importante puntualizar que lo que estaba en juego, y este es el origen de las diferentes visiones que nos han llegado del drama de Dunkerque, no fue solo la mera existencia de la BEF, sino también la posibilidad de que Reino Unido siguiera en guerra o, como Francia, aceptara la derrota. En Londres, aquellos días de mayo fueron sumamente complicados, ya que la moral de la población británica alcanzó un nivel de preocupación y miedo, de desmoralización y derrotismo nunca visto antes, y las voces a favor de llegar a algún tipo de armisticio con la Alemania nazi –fundamentalmente a través de la mediación italiana– sonaron más altas que nunca en diversos ambientes políticos, incluido el propio gabinete de guerra de Winston Churchill, cuyo puesto de primer ministro estuvo en peligro. Lejos de ser el líder indiscutido que luego sería, durante aquellas semanas la posición del «viejo bulldog» no era en absoluto segura, pues ni era el líder preferido por la mayoría ni había logrado, desde su llegada al poder el 10 de mayo, otra cosa que derrotas. Bien hubiera podido ser la tercera cabeza de turco de esta historia, y para evitarlo tuvo que emplear toda la energía y toda la finura política que era capaz de desplegar. Al final triunfó, mantuvo su puesto y Reino Unido siguió en guerra, pero para ello tuvo que suceder un milagro.
¿En qué consistió este? Si el 9 de septiembre de 1914, sobre el Marne, uno de los ejércitos alemanes cometió el error de avanzar demasiado y abrir una brecha por la que pudieron contratacar las fuerzas francesas, el «milagro» de 1940 fue exactamente a la inversa: Adolf Hitler ordenó a sus fuerzas Panzer que se detuvieran, dando tiempo suficiente a las tropas de la BEF para que se retiraran hacia el norte y reembarcaran antes de que los alemanes cerraran definitivamente el cerco tomando la costa. La férrea defensa de las tropas francesas, las trágicas acciones navales y la violenta batalla aérea sobre las playas, el heroísmo demostrado por muchos y los últimos retazos de solidaridad franco-británica, que permitieron la evacuación, también, de muchos soldados franceses, acontecimientos dignos todos ellos de una superproducción cinematográfica, solo son las consecuencias de aquella decisión inexplicable de los alemanes.
*Javier Veramendi es director de la revista «Desperta Ferro Contemporánea»