El rumor de la naturaleza
Obras de Ravel, Erkoreka y Xenakis. Jean-Guihen Queyras, chelo. Carlos Mena, contratenor. Director: André de Ridder. Orquesta Nacional. Auditorio Nacional, Madrid. 26-V-2018.
Este año la Nacional ha dedicado una breve Carta blanca al compositor vasco Gabriel Erkoreka (1969). Su paleta es muy sutil y concentrada y describe un universo sonoro variado, denso, minucioso y, a veces, complejo, frecuentemente bañado en el folklore de su tierra, del que el músico extrae, como él mismo reconoce, «arquetipos melódicos y rítmicos, así como rasgos organológicos que sirven como pretexto para una experimentación asociada a lo que podría definirse como la sonoridad de un lugar». Se le han dedicado dos conciertos, el primero camerístico, el segundo, del que hablamos, sinfónico. Lástima que no se lo haya incluido en el habitual ciclo de abono. Quizá de esa manera habría habido una mayor asistencia de un público que habitualmente huye de la música de vanguardia como de la peste. La sala sinfónica estaba prácticamente vacía. Y no hay duda del valor de las dos partituras de Erkoreka. «Ekaitza» («La tormenta») es un Concierto para chelo, que profundiza en los registros extremos de la orquesta y que plantea distintos tipos de ataque y atractivas resonancias. Escritura esquinada, poblada de claroscuros, de resplandores y, también, delicadas e íntimas peroraciones, con un solista –fenomenal Queyras– que se enfrenta y se ve atrapado por el «tutti», que renace a la postre convertido muy bellamente en un instrumento popular ancestral de cuerda frotada: el rabel. La Naturaleza recuperada de nuevo. Los «Tres sonetos de Michelangelo», de 2009, es partitura tensa y dramática, con dos interludios orquestales muy climáticos y magníficamente trabajados en torno a cuestiones como el amor y la muerte. Erkoreka emplea dos «cornettos» renacentistas y establece curiosos paralelismos entre ellos y las bellas artes. Carlos Mena lució su flexibilidad vocal y sirvió una muy difícil escritura, cuajada de saltos interválicos, con suficiencia y profunda expresión. Pero sus palabras quedaron con frecuencia ocultas por la copiosa orquestación y el poco tino del director, André de Ridder.
El programa se completaba con dos obras de Ravel, «Una barca sobre el océano» y «Alborada del gracioso», esta última con estupenda prestación de solista de fagot, Enrique Abargues, y una de Xenakis, la gigantesca, obsesiva, musculada, impactante, de trazado muy geométrico, «Jonchaies». De Ridder dio muestras de tino rítmico, seguridad en la conducción, autoridad, pero también escaso latido lírico, poca aptitud para el toque fino, la delineación exquisita y la calibración de intensidades. La Orquesta brilló a buen nivel