El susurro del amor
Es evidente que en las canciones de Leonard Cohen se entrecruzan dos tradiciones musicales: la música folk bajo la influencia de Dylan y la «chanson» francesa. De la primera tomó la forma intimista de cantar acompañado con una guitarra española, sustituyendo la proclama política y sindical por unas letras más cercanas al poema sobre el amor y el desamor, la soledad y la muerte, el encuentro y el desencuentro, temas intimistas surgidos de la propia vida cotidiana del poeta.
A finales de los años 60, los seguidores de la música rock habían tomado a Dylan como al nuevo mesías de la contracultura que iba a liderar la liberación hippie. Pero éste, aburrido, se cayó de la moto camino de Woodstock y se hizo músico rock, sin abandonar sus letras verborreicas, repletas de imágenes surrealistas. En esos años de cambio radical llegó Leonard Cohen al rock con un álbum que engranaba con la tradición folk, pasada por la elegante sofisticación de la poesía europea y el estilo del cantautor francés. Nacido en el Montreal anglófono, la influencia de la «chanson» es evidente en sus canciones y en su interpretación a la guitarra, acompañado por un coro femenino. El modelo es Georges Brassens, que siempre actuaba acompañado sólo de su guitarra y un contrabajo, y los cantautores franceses como Georges Moustaki. Tanto «Le métèque» como «Ma solitude» participan del intimismo poético de Cohen, la voz áspera y los coros femeninos. Ambos carecían de voces cuidadas aunque sí eran hermosas para susurrar al oído de sus numerosos admiradores frases profundas, graves como su tono de voz.
Las primeras canciones de Cohen tienen un componente pop innegable, próximas al country canadiense de Judy Mitchell y su maravillosa «If You Could Read My Mind». Con «True Loves Leaves No Traces» dejaba atrás las letras surrealistas y el tono monocorde que lo había hecho famoso. Son destacables, sin duda, la hermosa «Suzanne» y «So Long, Marianne», pero es difícil olvidar la languidez erótica de «Paper Thin Hotel», en la que escucha cómo hace el amor en la habitación de al lado de un hotel con paredes de papel su mujer con otro hombre, menos celoso que sorprendido. Desde sus mismos inicios como cantante, a Cohen se le escuchó como a un gurú de la contracultura. No por sus letras nada comprometidas, exceptuando ese himno terrorista que es «First We Take Manhattan», sino por su capacidad para sumergir a quienes le escuchaban en su mundo interior, potenciado por drogas y viajes psicodélicos. Su misma melopea musical era adecuada para esos trances a las profundidades del ser humano. Les guiaban susurrantes palabras que adquirían sentido en la mente de aquéllos que, imaginariamente, primero querían tomar Manhattan y luego Berlín. Aburridos partisanos del inconsciente.
Poco importaba si Cohen interpretaba «The Partisan», «Avalanche» o «Take This Waltz», adaptación del «Pequeño vals vienés» de «El poeta en Nueva York» de Lorca, sus canciones bucean en la mente de quien las escucha con frases enigmáticas que lo hunden en profundidades poéticas abismales. La tristeza es un componente esencial para poetizar ese amor que cuando aparece ya anuncia su final, sea a ritmo de vals, tango, sirtaki o un espiritual. Se repiten, como un himno religioso, en un bucle interminable, con distintos ritmos y cadencias melancólicas. En ellas sobresalen metáforas brillantes, imágenes y destellos verbales que iluminan brevemente epifanías que se oscurecen repentinamente, en ese gospel que es la vida cuando se toma con la grave seriedad que Cohen se tomaba la suya: una hermosa melodía de amor y muerte.