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¿Franco? No, James Joyce. La exhumación que divide a dos países

Dublín quiere traer de vuelta los restos del escritor muerto en Zúrich tras décadas de exilio frente a la oposición de la ciudad suiza y la renuencia de la familia
larazon

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Dublin quiere traer de vuelta los restos del escritor muerto en Zúrich tras décadas de exilio frente a la oposición de la ciudad suiza y la renuencia de la familia
Cuando James Joyce murió en Zúrich, en 1941, ningún diplomático irlandés estuvo presente en el sepelio y al Ministerio de Asuntos Exteriores solo le interesaba saber si “había muerto católico”. Desde 1912, el autor de “Ulises”, libro que estuvo prohibido en Irlanda, no pisaba su país natal. Allí era considerado pernicioso y él mismo se había distanciado alevosamente de Irlanda. Jamás pidió la nacionalidad cuando pudo hacerlo y nunca se le oyó una palabra tendente a ser enterrado en “casa”.
Durante estos casi 80 años, sus restos han reposado en el cementerio Fluntern de Zúrich, junto a su esposa e hijos, rodeado de un buen césped sobre el que, en los largos días de invierno, se oye “caer la nieve leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos”, como escribió en el relato más célebre y funerario de “Dublineses”.
El tiempo, como sucede en tantos casos, ha reconciliado a su país con el escritor apestado y no solo eso, ha convertido al señor del parche y el sombrero de fieltro en “Marca Irlanda”. Pubs con su nombre allí, aquí y acullá, por todo el mundo, estatuas por doquier, mapas personalizados del Dublín de Joyce y una fiesta exportable y jugosa para el turismo: el Blooms Day. ¿No sería lo suyo sumar a todo ese corpus literario-publicitario de la ciudad de Dublín (que también tiene a Oscar Wilde fuera de sus fronteras, en París) los restos del gran escritor irlandés del siglo XX?
En Irlanda han puesto en marcha la maquinaria, pero la “repatriación” (el concepto quizás horrorizaría a Joyce) no resulta sencilla. Y es que en Zúrich tiene mucho que decir. El consejo de la ciudad de Dublín quiere debatir la exhumación y el regreso de los huesos, pero la Fundación Joyce de Zúrich ha dicho que nanay. Curiosamente, Nora Barnacle, irlandesa a la sazón también exiliada y última esposa del autor, ya intentó en su día trasladar el cuerpo a Irlanda. Las autoridades lo denegaron.
Ahora, Dublín considera que su regreso de cara a 2022, años en el que se cumple el centenario del “Ulises”, sería ideal para cerrar un círculo que, de parte de la familia Joyce, no ven necesario. Su nieto, Stephen Joyce, no está a favor de moverlo de Suiza, aunque, con sana ironía, asegura que “no soy tan nacionalista para montar barricada alrededor de su cuerpo”.
A Joyce se le consideraba inmoral, obsceno y antiirlandés. Él, por su parte, abjuraba del nacionalismo cerril y el conservadurismo de su país. Vivió casi siempre fuera: Trieste, París, Zúrich. El exilio marcó profundamente su obra, su modo de mirar al mundo. “Ulises” fue visto como una guantada sin manos a Dublín, la misma ciudad que hoy tamiza sus calles con su imagen centuplicada en fachadas de pubs, sus palabras jalonando paredes como reclamo turístico para el letra-herido o para quien, simplemente, quiere pasar un buen finde entorno al esa fiesta tan curiosa y desnaturalizada que es el Blooms Day.