«Gensanta», ya no está Forges
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En él fue, o es, el artículo prenominativo a menudo despectivo y en gentes como el amigo de todos que nos ha dicho adiós un signo de distinción, como ocurre con los toreros indiscutibles. Y es que Antonio Fraguas estuvo dotado de una pértiga para la percepción de las cosas que le hacía saltar por encima de su condición y vocación de viñetista haciéndole aterrizar en un espacio sociológico, particularmente en el tardofranquísmo. La suya fue una generación de grandes dibujantes de periódicos, o de articulistas gráficos, que no es preciso ennumerar para los amantes de la Prensa escrita, pero Forges fue tocado por la gracia desde que empezó a dibujar en el vespertino «Informaciones», a la sazón dirigido por Jesús de la Serna. Se había ido a vivir a Cadarso de los Vidrios y a media mañana se presentaba en la redacción entre San Roque y Pez con el casco puesto y dejando la moto encadenada en el zaguán, saludando inaudiblemente desde su pecera de astronauta urbano en una imagen recurrente para sus compañeros que nos impide imaginarle a bordo de un automóvil. Es más: le he visto cientos de veces y siempre cabalgando la moto o con el casco al desgaire. No sería extravagante que fuera un adelantado de los quejosos del uso indiscriminado del coche y fuera esa la nascencia de su entrañable progresía. Sin el contexto de aquellos años setenta Forges hubiera continuado en su calidad de técnico de Radio Televisión Española. Quizá. Debió entender como Albert Camus que «...el hombre nace, sufre y muere», y él tuvo siempre una mirada compasiva sobre la media vida, cotidiana, resignada, aparentemente banal del funcionario, el ama de casa, el estudiante desnortado o las impagables señoras de la limpieza siempre filósofas ejercientes y acertadas. Franco ni se moría ni se dejaba morir; como acuñó Gramsci para definir la crisis, lo viejo no acababa de irse y lo nuevo no terminaba de nacer. Los personajes captados por nuestro amigo se debatían en la estupefacción asfixiante de esas dos aguas y resultaba inevitable que suscitaran compasión, identificación y empatía. Antes o después acababas identificándote con alguno de sus «monos» o la reflexión de su «bocadillo». El progresismo ha degenerado en progresía insustancial, pero hubo un tiempo no lejano, aunque desaparecido, en que la tilde de progre calificaba y nada tenía de desdeñosa. Forges fue el canciller de los progres, mayoría silenciosa, de cualquier condición social o política, que encontraron en nuestro hombre su altavoz. Una España aún machadianamente zaragatera y triste a la que decían que no entrábamos en la Unión Europea por el miedo de esta a nuestras exportaciones agrícolas. Al contrario que uno de sus muchos hermanos (Rafael, redactor de «El país»), no era un desopilante narrador de chistes, y poseía una adormilada adustez que guardaba en lo recóndito. Era un hombre serio pero con la sonrisa bajo el casco. Para Gaudí la línea recta no figuraba en la naturaleza, y debió concordar Forges, rey de la representación curvilínea a la que debió gran parte del éxito visual de sus cartones.Por más de una década coincidimos a diario y jamás le ví enojado (tampoco en ningún colmo de alegría), aunque él me dibujaba a mí con los atuendos y la impasibilidad un poco asnal de Felipe II. Dos películas y decenas de libros y compendios nunca superaron su indiscutido éxito de cartonista de publicación diaria, si se tolera el anglicismo, ya que era maestro en el retratismo de mujeres frustradas sin feminismo que las acompañara, maridos impotentes en oficios alienantes o adolescentes campesinos intentando una inasequible comprensión de la que sería su existencia. Esa bonnhomía de su naturaleza segaba cualquier atisbo de agresividad: quienes le hemos seguido por décadas no podemos recordar en las miríadas de sus trabajos una salida de tono, un trazo de mal gusto, una imprecación aunque tuviera su razón y asiento, una desconsideración hacia las opciones vitales de los demás.Como Sthendal pasaba un espejo ante la vida y si sus «bocadillos» descosían el trapo de la risa, esta siempre era melancólica. Deja el mérito añadido de que sus protagonistas nunca se hicieron repetitivos o presabidos pese a su omnipresencia, y el difícil empeño de que si la generación digital pretende saber que fue de aquellas que las precedieron entre los años 70 (comienza a desinflarse el desarrollísmo de los sesenta y regresan los fusilamientos) y lo que se ha llamado «la movida» habrán de repasar los álbunes de Forges (hasta mereció un pasodoble), un grande entre magníficos. El Larra o el Luis de Bonafoux de esta pequeña prehistoria hubiera sido viñetista.