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Graciela Iturbide: «La fotografía en color me parece como Disneylandia»

Nombre fundamental y testigo de la historia del arte iberoamericano, expone en La Fundación Barrié de La Coruña una muestra de 186 trabajos, desde sus imágenes más antiguas a las más recientes

«¿Ojos para volar?», Coyoacán, México, 1991. Una de las fotografías en que Graciela Iturbide se autorretrata. A la dcha., la icónica «Nuestra señora de las iguanas», tomada en Juchitán, México, en 1979
«¿Ojos para volar?», Coyoacán, México, 1991. Una de las fotografías en que Graciela Iturbide se autorretrata. A la dcha., la icónica «Nuestra señora de las iguanas», tomada en Juchitán, México, en 1979larazon

Nombre fundamental y testigo de la historia del arte iberoamericano, expone en La Fundación Barrié de La Coruña una muestra de 186 trabajos, desde sus imágenes más antiguas a las más recientes.

Tiene Graciela Iturbide (Ciudad de México, 1942) la voz de una jovencita. Escuchándola a través del teléfono a uno le parece estar en conversación con la Silvia Pinal de «El ángel exterminador». Tiene un acento suavísimo, dulce, pero al tiempo conserva su porte enérgico. Una exposición en La Coruña reúne un universo de casi doscientas imágenes que adquirió la Fundación Mapfre. Ella dice que le gustan por igual, que con todas se siente a gusto, que a todas les encuentra ese algo. Un pie que no termina de curársele no ha hecho posible que esta vez haya podido viajar a España, un país que adora. «Ay, me gusta tantísimo. Y esa comida que ustedes tienen, tan buenisísima. Me gusta el marisco, la cocina de allá es una delicia», nos dice.

Su trayectoria, a qué negarlo, está indisolublemente asociada a varias imágenes. Todas en blanco y negro. Una de ellas es «Nuestra señora de las iguanas», que tomó en 1979 y que se ha convertido en un icono. En ella, una mujer que tiene la mirada perdida aparece con la cabeza ornada por esa especie de lagartos. «Esa, como tantas otras, ya forma parte de mi recuerdo. De mi archivo también. Siempre que he retratado algo es porque me ha sorprendido. Si no, lo he dejado pasar. Las tomo para mí y sé lo subjetivo de una imagen, que a cada uno le puede decir una cosa, usted la puede interpretar de una forma distinta a como lo haría yo. Y ahí está la subjetividad, la mía», explica. ¿Usted busca? «No, encuentro», responde rotunda.

–¿Como se toma una fotografía como la de la mujer con la corona de iguanas?

–Todo lleva su tiempo. Le explico: yo me marché al mercado de Juchitán, que está en Oaxaca, porque quería tomar una serie. Y allí me fui a sentar con las mujeres, que son las verdaderas protagonistas, traté de que se sintieran cómodas con mi presencia para que se comportaran de manera natural. Vendían muchos productos, como jitomates, gallinas, huevos, plátanos machos, zapotes, tamales, totopos. Y es que allí todo lo que se pone a la venta ellas lo llevan sobre su cabeza. Y esa mujer estaba allí. La imagen me asombró y cuando le pedí una fotografía se empezó a reír, no paraba. Había dejado el cesto con los animales en la mesa y se lo volvió a colocar encima. Disparé doce veces y solamente una imagen salió bien porque reía sin parar. Ella miraba a lo lejos y los animales parece como si posaran, tan paraditos, con la cabeza levantada y en una composición perfecta. Y ésa es la que dio la vuelta al mundo. Sé que es un icono. Ellos en el pueblo la bautizaron como «La medusa juchiteca». Es un emblema. Incluso ha habido niñas que al cumplir los 15 años han querido llevar una corona como la suya para festejar ese momento.

–¿Qué fue de ella?

–Se llamaba Zobeida y ya murió hace años. No lo creerá pero ahora estoy preparando su tumba. Su hija, con quien mantuve el contacto, me la encargó. Quiero hacerla con unas iguanas que salgan. Y sé que la gente del pueblo irá en peregrinaje a visitarla. Me hace ilusión la idea, me gusta seguir unido a ella de esta manera.

Como esta bella historia tiene Iturbide un puñado más, aunque ninguna, seguro, tan particular. Hablamos, entonces, de esa imagen tan hichtckotiana con una bandada de pájaros sobrevolando un poste de luz. Casi estremece solo mirarla. O de una en la que la fotógrafa se retrata con un pescado con el que se tapa la boca.

Corsés como jaulas

Ella se ha convertido en un mito como lo ha sido Frida: «De ella admiro su fortaleza, su pasión por la pintura. Ahí, cuando vi sus obras, entendía quién era realmente ella. ¿Feminista? Pues no tanto le digo: era de pedir permiso a Diego. Es necesario conocerla bien, pero ella siempre se dedicó a él de una manera muy clásica, como se hacía antes. Cuando vi su habitación fue cuando pude comprender todo el padecimiento que cargó sobre sus hombros. La mayoría de las imágenes que tomé son en blanco y negro, aunque otras son en color», explica. Inmortalizó sus corsés, como una jaula, una prisión en la que se tuvo que encerrar cada día, su pierna ortopédica, un baño tétrico. Y el color que se abre paso entre tazas de porcelana, la ropa tendida con las iniciales de su nombre y apellido bordadas, una sábana al viento junto a un rebozo. Frida respira por ellas.

A veces ocurre que a Graciela Iturbide se le pierden las respuestas, pero ella, atenta, repite de nuevo, como si respondiera la primera vez. En su vida artística Manuel Álvarez Bravo, un fotógrafo de los grandes, maestro de la cámara, un tótem de la imagen latinoamericana influyó decisivamente en su futuro. Cuando se topó con él en su camino, Iturbide iba encaminada al mundo del cine. Lo suyo, creía, era la imagen en movimiento. Sin embargo, él le dio un giro: «Le conocí en la Escuela de Cine. Me fui a sus clases para aprender y me enseñó algo que he llevado conmigo siempre: a ver la vida. Me habló de libros, de música, de cine, del arte popular, de tener tiempo, de tantas cosas que yo desconocía. Era tan grande. Fue una suerte tenerle como maestro, me lo he dicho muchas veces. Gracias a él me di cuenta de lo que quería ser, de a qué me quería dedicar: fotógrafa antes que cineasta. ¿Y sabes por qué?», deja en el aire la pregunta. Y responde con la voz de jovencita que tiene: «Porque me gusta la soledad». Ella, que ha recorrido mil caminos con la única compañía de su cámara al cuello hoy lo echa de menos. Ese México de antaño es pasado. Ahora ya no sale sola a fotografiar. Tiene miedo. Y como ella cientos de miles de ciudadanos que pueden jugarse cada día la vida. «Es muy difícil ahora poder realizar en libertad un trabajo como éste. Me da tanta pena la gente. Y después de lo que ha pasado en Juchitán, que se ha venido abajo después del terremoto. Cada día es un desconcierto, con tantos muertos. Qué triste es todo. Hemos de hacer algo con este goteo tan terrible, tan horroroso. No se puede salir con la cámara colgada. Tienes que tomar precauciones, no llevar siempre el mismo camino». Lo dice con una pena inmensa, la de quien ama el país que la vio nacer: «Sí, me da tanta lástima. Ya no salgo con la cámara. Quizá con una pequeñita que tengo, pero ya no puedo. Desafortunadamente. Y hay muchas veces que veo y digo, ay, si me hubiera traído mi camarita. Y me quedo con ganas de retratar, pero ya no se puede, ya no», vuelve a lamentar.

¿Cuántas imágenes habrá tirado? «Eso es imposible de saber. Tantísimas...». Ella ha sido casi siempre fiel al blanco y negro. «Con el color ha trabajado solamente por encargo». Ha sido una traición menor, digamos. Y menciona la serie bellísima de «El baño de Frida», de 2005. «Y le digo por qué: pues porque la realidad es en blanco y negro y yo compongo así. Me abstraigo totalmente. El color me parece un poco como Disneylandia, aunque hay fotógrafos estupendos que lo trabajan». Confía en las nuevas generaciones de artistas mexicanos «que poseen un enorme talento». Y enumera a los Cartier Bresson y Brassaï, «que nos dejaron su formación y su huella». Y a Hugo Bremen, a su querido Álvarez Bravo, «Todos ellos increíbles». ¿Le han pedido alguna vez que enseñara, que diera clases? «He sido tutora, pero no maestra». Ahí, querida Graciela Iturbide, ahí sí que no estamos de acuerdo.