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Gripe española, ¿podría repetirse?

En 2018 se cumple un siglo de esta pandemia. En nuestras sociedades globalizadas, ¿podría extenderse esta enfermedad con semejante virulencia? ¿Cuál sería el coste?
larazon

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En 2018 se cumple un siglo de esta pandemia. En nuestras sociedades globalizadas, ¿podría extenderse esta enfermedad con semejante virulencia? ¿Cuál sería el coste?
La gripe de Kansas mató a cerca de 50 millones de personas en todo el mundo. Así deberían comenzar los artículos relacionados con el centenario de la Gran Gripe, la devastadora epidemia que brotó en algún momento preprimaveral de 1918. Los primeros casos registrados (no quiere decir que fueran los primeros) datan de marzo de ese año en el acuartelamiento militar de Fort Riley, Kansas. Otros estudios localizan al paciente cero en el condado de Haskell, en ese mismo Estado. Poco importa. Lo cierto es que el virus que portaba la información mutó en varias ocasiones hasta lograr una configuración mortal. Atravesó el Atlántico junto a las tropas americanas destinadas a la Europa en guerra y se reveló como lo que era: una máquina de infectar no solo a personas enfermas, ancianas o debilitadas, sino a hombres y mujeres sanos. Cincuenta millones es la estimación de muertos por la gripe mal llamada española. En algunos países, como EE UU, más de una cuarta parte de la población padeció la enfermedad.
Casi un siglo después, en julio de 2014, un equipo de investigadores del Centro de Control de Enfermedades (CDC) de Atlanta, EE UU, fue capaz de reconstruir por primera vez el virus de la gripe que causó la epidemia a partir de la secuencia genética que había podido ser replicada unos años antes. Hasta ese momento, el virus de la gripe de Kansas se encontraba extinguido, presente solo en los cuerpos congelados de víctimas enterradas en el permafrost de Alaska y los tejidos conservados bajo estrictas medidas de seguridad en el Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas estadounidenses. Pero la ciencia quería mirar de cerca al agente infeccioso más temido de la historia reciente, quería resucitarlo.
Las propiedades biológicas que confirieron al virus, que resultó ser un AH1N1, su capacidad infecciosa y letal, no se conocían bien. Lo que es lo mismo que decir que no conocíamos cómo podríamos defendernos de un ataque vírico similar. La investigación de cuáles son los genes que convirtieron a esa gripe en única era de vital importancia para entender futuras epidemias.
Los técnicos del CDC realizaron un trabajo en condiciones de máxima seguridad. Se aplicaron protocolos de bioseguridad de nivel 3 (el segundo más elevado en una escala que llega al 4). En medio de laboratorios aislados, con trajes de protección especiales y sistemas de ventilación y limpieza exclusivos, los técnicos resucitaron el virus de la gripe del 18. Y el mundo contuvo durante un instante el aliento. No fueron pocos los que alertaron de que aquel experimento suponía un grave riesgo para la humanidad. Existían demasiados riesgos de que el agente infeccioso saliera por error de su confinamiento y volviera a infectar a la población un siglo después de desaparecido. O de que los conocimientos adquiridos (la secuencia genética, el protocolo de reconstrucción...) puestos a disposición de la comunidad científica sirvieran para la fabricación de una arma biológica más eficaz.
En realidad, las probabilidades de que el virus de esa gripe vuelva a infectar a grandes poblaciones es muy pequeña. Hay evidencias de que los humanos actuales conservamos algún resto de inmunidad contra el virus del 18. Una porción importante de la población mundial porta aún genes legados por supervivientes que padecieron la enfermedad y por lo tanto se vacunaron contra ella. Los virus H1N1 circulan hoy de manera habitual cada temporada de gripe y la mayoría de las vacunas comunes contienen inmunización contra ellos. Además, los medicamentos antigripales actuales (rimantadina y oseltamivir) serían eficaces contra el mal. De hecho, se ha inoculado el virus de la gripe del 18 reconstruido en ratones vacunados contra H1N1 y no han enfermado. Podemos decir que la humanidad está a salvo de otra gripe generada por un virus idéntico a aquél. ¿Pero qué pasa si se trata de un virus ligeramente «parecido» al de 1918?
Máquina de matar
Cuando hablamos de gripe, la mayoría estamos pensando en la gripe estacional, la que cada otoño e invierno azota a nuestros vecindarios y que generalmente no pasa de producir unos cuantos días de malestar potente y baja laboral, y de la que únicamente deben estar preocupados los ancianos, los niños y las personas con el sistema inmune comprometido por alguna enfermedad. Es la gripe contra la que parte de la población se vacuna. Pero para producir una pandemia es necesario otro tipo de agente infeccioso. Hace falta otra máquina de matar biológica como fue la de 1918. Desde entonces hasta nuestros días nos hemos enfrentado a más de un brote de esas máquinas de matar. Entre 1958 y 1959 una epidemia de gripe aviar acabó con 2 millones de personas. En 1968, la llamada gripe de Hong Kong se transmitió por el planeta provocando cerca de un millón de muertes.
Muchos expertos creen que hay demasiadas coincidencias entre la gripe aviar y el virus de la gripe del 18. Se trata en ambos casos de modalidades novedosas del virus apa-recidas de manera espontánea en la naturaleza. Cepas a las que el ser humano no está acostumbrado. Cuanto más tiempo pasen en el ambiente, más capacidad de resistencia e inmunidad generará nuestra especie. Pero la innovación puede ser tan sorprendente y rápida que infecte a mayor velocidad de la que nosotros empleemos para reaccionar. Además, ambos tipos de virus (el del 18 y los actuales aviares) siguen un patrón similar de infección: la mayoría de los virus gripales tienen como víctimas preferidas a las personas de mayor edad; estos, sin embargo, prefieren atacar a jóvenes de entre 20 y 35 años. El virus del 18 pudo no haber salido jamás de EE UU de no haber sido por una cosa: la Primera Guerra Mundial. Los movimientos de tropas de uno a otro lados del océano propiciaron la expansión de la enfermedad por todo el mundo. Hoy, esa labor la podrían hacer con facilidad los movimientos de viajeros en líneas aéreas y las oleadas migratorias.
Es obvio que hoy estamos más preparados que hace un siglo. Tenemos antivirales potentes capaces de reducir la sintomatología de una gripe aviar y su capacidad de transmisión. Los métodos de identificación de patógenos son rápidos. El ADN del virus de la gripe del 18 se descubrió 80 años después del brote. El virus de la epidemia de Legionella de 1976 tardó 12 meses en ser identificado. El virus del SARS (síndrome respiratorio agudo y grave) que nos acongojó en 2003 se identificó en seis semanas. Las condiciones de higiene hoy son mejores que en 1918.
Pero hay dos bombas de relojería que siguen activadas en el mundo de la virología. Una es la capacidad de los virus de mutar de manera eficacísima. Sabemos que tarde o temprano uno encontrará una modalidad genética contra la que no estemos preparados. Otra es la capacidad del ser humano para relajarse. Sin una amenaza real, nuestras barreras de defensa se vuelven perezosas (se reduce la producción de vacunas, se relajan las medidas de seguridad, perdemos hábitos de higiene...) Tras la última epidemia de gripe A en Europa la mayor parte de los centros de trabajo y edificios públicos españoles recibieron miles de dispositivos de suministro de desinfectante líquido. Muchos los usamos durante meses de manera preventiva. Hoy han desparecido. El ser humano tiende a olvidar las buenas costumbres protectoras, pero los virus trabajan sin descanso.
Límite, 24 semanas
El tiempo necesario para producir y distribuir una vacuna contra un nuevo virus de la gripe es de 30 semanas. El virus de la fiebre tifoidea se descubrió en 1896 y la vacuna no estuvo disponible hasta 1994. Contra el ébola se empezó a tener capacidad de inmunización 12 años después del primer brote. Contra la gripe somos más rápidos. Pero, ¿lo suficiente? Lo expertos creen que el proceso debería acelerarse. Si un virus como el del 18 nos ataca, habría que reducir el tiempo en 24 semanas. Eso marcaría la diferencia entre una epidemia (en la imagen, un hospital repleto de enfermos durante la Gran Guerra) que provocara algunos centenares de miles de muertos o una que matara a millones de personas.