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La batalla más absurda de la historia: cuando los austríacos, borrachos, se atacaron a sí mismos

Se trata de uno de los mayores disparates de la historia militar: el ejército austriaco pensó que estaba siendo atacado por el otomano y se acabó masacrando a sí mismo: 1.200 muertos
La batalla de Karánsebes
La batalla de KaránsebesLa Razón
La Razón
  • Sofía Campos

    Sofía Campos

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Se trata de uno de esos episodios que casi cuesta creer, pero está ampliamente documentado. En 1788 tuvo lugar la batalla de Karánsebes, que provocó unos 1.200 muertos, que quizá puedan parecer pocos para el contexto de la guerra austro-turca, pero que son demasiados si tenemos en cuenta que los contendientes eran soldados del mismo bando. Todos pertenecían al Sacro Imperio Romano Germánico, liderado por el emperador José II, que trataba de contener el avance del imperio otomano, un una zona de gran tensión por las pretensiones rusas de llegar hasta la península de Crimea. En la noche del 21 de septiembre de 1788, mientras las tropas austríacas pernoctaban, se desató una batalla encarnizada agravada por el hecho de que el contingente austríaco, integrado por soldados de origen húngaro, serbio, croata, italiano, rumano, lombardo y eslovaco, no hablaban alemán, la lengua de los oficiales. El vino y el aguardiente de mala calidad hicieron el resto.
Según cuentan las crónicas de lo sucedido, la moral del ejército estaba por los suelos. La disentería estaba provocando el pánico en la retaguardia y la comida no llegaba. Las promesas de salarios se estaban incumpliendo y la tensa espera se vivía con ánimo pendenciero. Los soldados, que formaban una sopa de razas y culturas, pasaban el día jugando a las cartas y bebiendo, es decir, peleando entre sí. La noche que todo se desencadenó, una expedición de húsares, la caballería húngara, salieron al encuentro de una supuesta avanzadilla turca, pero no la encontraron. Sí se toparon con una campamento de gitanos nómadas que comerciaban con aguardiente de fabricación propia. Los húsares se conformaron con ese botín, a falta de alguna cabeza otomana, por la que iban a recibir diez ducados.
Cuando las tropas de infantería alcanzaron la posición de los enviados a explorar el terreno, encontraron a los húsares medio borrachos y reticentes a compartir un trago. Entonces, entró el factor estupidez, como muy bien recoge Erik Durschmied, director de cine y documentalista austríaco, en su libro “The Hinge Factor: How Chance and Stupidity Have Changed History” (que puede traducirse por “El factor bisagra: cómo el azar y la estupidez han cambiado la historia”). Las discusiones por el barril de aguardiente fueron subiendo de tono y alguien disparó al aire. Los húsares desenvainaron las espadas. Un tercero gritó “turci! turci!”, es decir, el grito de alerta contra los turcos. Y los húsares regresaron a toda velocidad al campamento pensando en que llegaban las tropas turcas.
El oficial al mando de la infantería trataba de detener la retirada hasta aclarar qué estaba sucediendo y dio el alto a la caballería: “¡Halt! ¡Halt!”, gritaba. Como los húsares no hablaban alemán, confundieron esa orden con gritos de alabanza a Alá. Abrieron fuego contra sus propios compañeros en medio de la noche. Las tropas del campamento escuchaban la escaramuza y pensaron lo lógico: los otomanos llegaban. Y la confusión fue total. Los caballos espantados eran confundidos con el enemigo. Los disparos en medio de la noche impedían indetificar al autor. La falta de entendimiento entre soldados del mismo bando empeoró las cosas. Ya enloquecidos, los soldados se dispersaron en pequeñas bandas que disparaban a todo lo que se movía, creyendo que los turcos estaban por todas partes. Así se sucedieron las horas de batalla hasta que todas las unidades emprendieron la huida. Durante ésta el caballo del emperador se espantó y José II acabó en un charco de lodo.
Con las luces de la mañana, el desastre era evidente. La vergüenza para el Sacro Imperio Romano Germánico era total. “No sé cómo continuar”, explicaba José II en una carta enviada a su hermano, el archiduque Fernando, después de la batalla. “He perdido el sueño y paso la noche envuelto en oscuros pensamientos”. Aunque algunas crónicas hablan de hasta 10.000 muertos, los cálculos más fiables apuntan a unos 1.200 fallecidos por la batalla más absurda de la historia.

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