Cuando India jugó sin botas
La selección de Sarangapani Raman renunció a ir al Mundial de Fútbol de Brasil, en 1950, tras discutir con la FIFA la prohibición de jugar al balompié descalzos
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«Nos ha llegado una carta de Jules Rimet», anunció un empleado de la Federación de Fútbol de la India. «¿Y ese quién es?», preguntó Sarangapani Raman, el héroe de los Juegos Olímpicos de Londres de 1948, el primer goleador indio de la historia. «Espera, que miro el remite… Presidente de la FIFA, dice», aclaró el otro. Abrió el sobre, cogió el papel, y leyó: «Al fútbol se juega con botas. Acabamos de prohibir ir descalzos. Cordialement, moi, Rimet». «¡Vergüenza! Eso es un ataque a nuestra identidad nacional, al sentir de un pueblo que juega como le sale de los pies», mitineó Raman. «Lo que yo creo -añadió el delantero subiendo una ceja- es que este francés, el tal Rimet, tiene miedo a nuestra gloriosa selección de fútbol».
No le faltaba razón al bueno de Sarangapani. Francia lo tuvo difícil en los Juegos Olímpicos de Londres para vencer a la India. Cuando los franceses vieron a los indios entrar descalzos al campo de fútbol, solo con unas vendas en los tobillos, pensaron que lo tendrían fácil. La India se acababa de independizar del Reino Unido, y se dedicaba al hockey y el criquet. En Calcuta había una liga de fútbol con equipos amateurs, de la que Balaidas Chatterjee sacó una selección de un grupo variopinto. Que si un telefonista de «call center», un estudiante de comercio, un faquir tragasables, un encantador de serpientes, un taxista con bigote, un asceta que solo hablaba para sacar de banda, y quince funcionarios. Lo último era lo más llamativo.
En la India, los partidos a veces duraban tres días porque las vacas sagradas entraban en los estadios a pastar y no había manera de sacarlas. En una ocasión, un jugador pegó un pelotazo a una vaca. Fue sin querer, pero el público se enfadó, agarró al futbolista en volandas durante 425 kilómetros y lo tiró al Ganges. Tuvieron que hacer cola junto al río porque había otros grupos tirando muebles viejos y cadáveres. Entre medias pararon a comer arroz tikka masala invitados por el suegro del jugador, que defendía la resistencia pasiva.
El caso es que en Londres salieron los indios con los pies desnudos. Aun así, el juez de línea, que era fiscal, les miró por si llevaban clavos en los tacos. Para tacos los que soltó Sarangapani Raman cuando el defensa francés le pisó un pie al entrar en el área. El árbitro pitó penalti. Faltaría más. Raman cogió el balón, le dio un beso, lo colocó en el césped, miró al portero, chutó y el balón se fue al cielo. Falló el tiro pero el dedo gordo del pie se le puso del tamaño de una pelota de playa, lo que favoreció que después metiera el gol del empate. Pero, hete aquí que el portero Kenchappa Varadaraj, al que llamaban «Diosa Kali» porque parecía que tenía ocho brazos, se despistó y los franchutes marcaron. Derrota y a casa.
Habían pasado dos años de aquello. Ahora estaban en 1950. Se iba a disputar el Mundial de Brasil, con la canarinha como favorita, y vestida con camiseta blanca porque todavía no había tenido lugar el «Maracanazo», y no creían que ese color fuera gafe. Tampoco estaba Vinicius Jr. para desmentir tamaña falacia. India había pasado la fase de grupos asiáticos con autoridad. Ganó a Filipinas por 7.000 a 0 por incomparecencia de los filipinos, lo que asustó a las selecciones de Birmania e Indonesia, que dijeron que preferían quedarse en casa porque tenían mucha plancha.
La Federación India de Fútbol ya tenía todo preparado para coger un avión de las Fuerzas Armadas de la pacífica tierra de Gandhi, cuando llegó la carta de marras del tal Rimet, el francés. Ahí estaban los Varadaraj, Raman, Mewalal, Nath Manna, Rabindranath Tagore y otros poetas del balompié con sus maletas, dispuestos a una precuela de «Pasaje a la India», cuando recibieron la mala nueva: no se podía jugar descalzo.
«Sin botas, ni fútbol ni garotas», bromeó Chatterjee para levantar el ánimo. «A ver, míster, ¿vd. cree que estamos para pensar ahora en chicas?», dijo Sarangapani escondiendo bajo el equipaje el libro sagrado del kamasutra. Varadaraj, el Kali de los guardametas, tomó un sinfonier del hotel y se dispuso a tirarlo por la ventana en plan protesta disruptiva. Fue entonces cuando a Chatterjee, el seleccionador de traje blanco que leía a Miguel Mihura, se le ocurrió la frase calmante que pasaría a la historia: «No han entendido que nosotros jugamos al FOOTBALL porque ellos juegan al BOOTBALL». El juego de palabras convenció a los futbolistas, que jugaban sin «boots» (botas), y renunciaron a ir al Mundial de Brasil.