Felipe IV, Quevedo y las Mancebas
La vida cotidiana en la España del XVII incluía varios tipos de prostitución y una vida nocturna de chanza y desafíos como el que vivieron el poeta y el monarca tratando de dejar al otro en ridículo mutuamente
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Durante el reinado de Felipe IV había tres clases de prostitutas. Estaba la manceba, que vivía maritalmente con un hombre; la cortesana, una asalariada con disimulo y de cierta categoría; y la ramera, cantonera o buscona, que era de todos y acechaba desde las esquinas o cantones. Estas tres categorías fueron las oficiales y costaban en la legislación. Ahora bien, en lenguaje vulgar las mujeres que traficaban con su cuerpo eran conocidas como cisne cosejil, iza, urgamandera, coima, gaya, germana, marca, marquida, marquisa, maraña, pelota, pencuria, tributo, moza de partido, sirena de respigón, niña del agarro, golfas, rubizas, mujeres enamoradas, mujeres del amor, marcas godeñas, damas de achaque o tusonas. Quevedo, por ejemplo, en varias de sus obras las llamaba «niñas de toma y daca».
Los lugares donde ejercían su oficio se llamaba mancebía. Estos locales estaban tolerados, reglamentados y amparados por la Corte. Los alguaciles vigilaban las casas no sancta. Los clientes tenían que acceder sin espada ni puñal. Las mujeres llevaban medios mantos negros. Por eso también se las llamaba damas de medio manto. Las honradas llevaban manto entero.
Para entrar a trabajar en una mancebía se tenía que acreditarlo siguiente: ser mayor de 12 años, haber perdido la virginidad, ser huérfana, de padres desconocidos o abandonada por la familia, siempre que esta no fuera noble. El juez intentaba convencerlas y disuadirlas. Si no conseguía hacerlo, las autorizaba para que ejercieran este oficio.
Los propietarios de las mancebías eran llamados «padre» o «madre». Respondían ante el juez sobre las mujeres que tenían en su casa y se cuidaban de la manutención de las mismas. En el fondo, las explotaban. Los ingresos solían ser unos 4 o 5 ducados diarios. La prostituta solo ganaba una cuarta parte del dinero recaudado. El resto se lo entregaba al «padre» o la «madre» para su manutención y para vestirse. Se pintaban el rostro y las partes reservadas de su cuerpo. Normalmente, de color rojo. De vez en cuando un médico las reconocía para saber si estaban sanas.
Las mancebías, en lengua vulgar, se conocían como berreaderos, cambín, cercos, campos de pinos, cortijos, dehesas, guantes, manflas, manflotas, mesones de las ofensas, montes, montañas, piflas y vulgos. En el Madrid del siglo XVII le colocaban cruces en la calle. Al lado una inscripción que decía: «Donde hay una cruz no se orina». Era costumbre de la época hacerlo en plena calle y con los carteles y las cruces se pretendía disuadir a los transeúntes que lo hicieran allí. Cierto día, Quevedo sintió esta necesidad fisiológica. Estaba en una de esas cruces y, ni corto ni perezoso, lo hizo. Con ironía, añadió al cartel: «Y donde se orina no se ponen cruces».
En cierta ocasión, Quevedo, con un grupo de amigos, se apostó una gran cantidad de dinero a que era capaz de decirle a la reina Isabel, esposa de Felipe IV, que era coja. Quevedo se presentó en la Corte con dos hermosas flores. Estas eran una rosa y un clavel. Al acercarse a la monarca le dijo: «Entre un clavel y un rosa, Su Majestad escoja». La historia tiene su segunda parte. Felipe IV supo de la gamberrada de Quevedo. Enojado, lo llamó a Palacio. El rey quiso burlarse de Quevedo y le pidió que improvisara un verso. El poeta le contestó: «Dadme pie, Majestad». De esta manera, le pedía tema o asunto para improvisar y no disgustarlo. El rey, que quería poner en ridículo a Quevedo, en vez de sugerirle un tema, alargó su pie hacia él. La improvisación fue esta: «Paréceme, gran señor, que estando en esta postura, yo parezco el herrador y vos la cabalgadura». No consiguió su propósito. Estaba paseando Quevedo por Madrid y una joven lo empezó a piropear. Quevedo se puso eufórico. Lo que no sabía es que le estaban gastando una broma.
La mujer del balcón estaba arropada por una serie de graciosos que deseaban burlarse de él. El galanteo fue subiendo de tono y la joven le propuso que subiera a su casa para conocerse mejor. Pero no por las escaleras, sino con una cuerda hasta el balcón. Los graciosos empezaron a subirlo. A medio camino pararon el ascenso y se rieron de él. Tal fue el escándalo que se personó la guardia nocturna. Ante aquella escena esperpéntica preguntaron: «¿Quién vive?». Quevedo, sin pensárselo dos veces, contestó: «Soy Quevedo, que ni sube, ni baja, ni está quedo».