Historia

La mayor y más sangrienta guerra del siglo XVI aconteció en Extremo Oriente

La invasión japonesa de Corea en 1592 desencadenó el conflicto más destructivo y con los ejércitos más numerosos de su época, la denominada Guerra Imjin, que involucró no solo a Japón y Corea, sino también a China

Los mártires patrióticos en la batalla de la fortaleza de Busanjin (1760), pintura sobre seda anónima
Los mártires patrióticos en la batalla de la fortaleza de Busanjin (1760), pintura sobre seda anónimaMuseo del Ejército de Corea, Seúl

Fue la mayor y más sangrienta contienda del siglo XVI. Sin embargo, de ella apenas llegaron a Occidente más que ecos lejanos a través de misioneros jesuitas portugueses. Mientras los reinos de Europa occidental se enfrentaban unos contra otros en las Guerras de Religión, en Extremo Oriente, el poderoso señor feudal japonés Toyotomi Hideyoshi acababa de completar la unificación de Japón y, deseoso de expandir su poder más allá de las fronteras niponas, y de distraer hacia el exterior las fuerzas latentes de sus potenciales rivales, decidió invadir la Corea de la dinastía Joseon. Las verdaderas intenciones de Hideyoshi han suscitado interpretaciones historiográficas diversas. Para algunos, su pretensión no iba más allá de Corea; para otros, ambicionaba la conquista de China e incluso de la India. Sea como fuere, la península coreana se convirtió en un campo de batalla de ejércitos con los que los gobernantes europeos solo podían soñar, de cientos de miles de hombres, que se enfrentaron en una guerra de extrema violencia en la que se dirimió nada menos que la hegemonía en Asia Oriental entre Japón y la China Ming, de la que Corea era vasalla.

Tras desembarcar en la ciudad portuaria de Busan en mayo de 1592, los ejércitos japoneses, curtidos en lustros de luchas intestinas, barrieron con facilidad a las fuerzas coreanas, mal preparadas para enfrentarse a tan poderoso adversario, y procedieron a ocupar las capitales de Hanseong –actual Seúl– y Pyongyang. En contra de la visión romántica, los samuráis no dudaban en utilizar armas de fuego; es más, su táctica pasaba por la concentración de un nutrido fuego de arcabucería sobre las formaciones enemigas. Una crónica coreana dice sobre la batalla de Chungju: “Las balas eran como lluvia, el polvo cubría el cielo y el griterío sacudía la colina”. Los coreanos fiaban su éxito en el campo de batalla a su numerosa caballería, que, armada con garrotes con púas, espadas de doble filo, arcos, lanzas de diversos tipos y mayales de batalla, constituía una poderosa fuerza de choque que había probado su valía en las luchas fronterizas contra los manchúes. Por desgracia para las fuerzas del rey Seonjo, su infantería, pobremente equipada y adiestrada, no fue capaz de coordinarse con las tropas montadas, de modo que sus ejércitos sufrieron derrotas aplastantes.

La victoria japonesa parecía ineludible, pero dos factores la frustraron: la resistencia popular, derivada de las exacciones y la violencia de las tropas japonesas, que convirtió la ocupación en una lucha constante contra bandas de campesinos, ciudadanos, monjes y pequeños terratenientes altamente motivados, y la eficaz Marina coreana con sus barcos tortuga blindados y artillados dirigidos por el almirante Yi Sun-sin, que interrumpió el suministro desde Japón a las fuerzas invasoras. En enero de 1593, un poderoso ejército chino entró en Corea. La mitad de sus tropas consistían caballería de las fronteras septentrionales del imperio. El resto se componía principalmente de contingentes de infantería meridional provistos de arcabuces y de guerreros aborígenes de las regiones del suroeste. Los generales del ejército Ming tenían confianza en sus tropas; así, Song Yingchang declamó ante los coreanos: “Nuestro ejército es como el viento y la lluvia. Por la mañana cruzaremos el Yalu y por la tarde habremos aplastado al enemigo”. Otro general, Liu Huangshang, proclamó ante los muros de Pyongyang: “Las feroces tropas de mi país son como tigres u osos y ningún enemigo puede hacer frente a nuestro gran cañón, que tiene un alcance de mil pasos”.

Para el verano, tras cruentos combates, las fuerzas japonesas habían sido confinadas a una franja costera del sur de la península en la que previamente habían erigido una cadena de fortalezas. Siguió una tregua y unas negociaciones inconclusas. En 1597, Hideyoshi volvería a la carga, pero solo para ser derrotado nuevamente. La consecuencia más inmediata del conflicto fue el debilitamiento de los tres bandos implicados. Hideyoshi falleció en 1598 y su régimen se desmoronó con rapidez: en 1600, las tropas que defendían la causa de su hijo menor de edad sufrieron una derrota aplastante en la batalla de Sekigahara, que encumbró al clan Tokugawa y sus políticas aislacionistas, que durante dos siglos y medio cerraron Japón al mundo. A su vez, la China Ming no tardó en tambalearse ante las invasiones manchúes, que condujeron en 1644 al derrumbe de la dinastía. A largo plazo, las invasiones niponas de Corea, con la extrema violencia que las caracterizó, dejaron un legado de desconfianza e incomprensión mutuas y, lamentablemente, de un racismo que todavía perdura.

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Portada del número 69 de "Desperta Ferro Modern"aDF

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