Historia
Otomanos: la forja de un imperio entre dos mundos
Una monografía expone desde el brillo al terror de una realidad histórica que, a pesar de los prejuicios, forma parte indisoluble de la nuestra
Cuentan los antiguos cronicones que el 6 de abril de 1453, entre redobles de tambor y toques de corneta, la hueste de Mehmet II, séptimo sultán de la casa de Osmán –la dinastía osmanlí, más conocida como otomana por su nombre árabe– plantó sus reales ante las milenarias murallas de Constantinopla. La ciudad de Constantino, refundada sobre la Bizancio griega en el 324, había sido durante más de un milenio el faro del Imperio de Oriente, la Nueva Roma, heredera de los vestigios y tradiciones de la antigua, desde el derecho romano y la educación griega a la Cristiandad ortodoxa. Su inexpugnable recinto amurallado, erigido por Teodosio II y glorificado por Justiniano con Santa Sofía, había protegido el corazón de ese Imperio Romano restaurado y que tanto había ido mermando con los siglos. Desde el siglo XIII, la dinastía de Osmán había ido cercando la ciudad y Mehmed estaba a punto de cambiar la historia y, a la vez, de perpetuar el poder de un imperio oriental entre dos mundos, entre Asia y Europa, enseñoreándose de las rutas del Mar Negro y terrestres del comercio y de la seda. Y en efecto, la gran Constantinopla, que pronto iba a devenir Estambul, cayó el día 29 de mayo después de un asedio de 53 días: los otomanos heredaban el testigo de romanos y bizantinos como señores de aquel umbral mediador entre los mundos que se iba a conocer en lo porvenir como la «Sublime Puerta», el gran imperio de los turcos otomanos.
Pero, ¿cuál es la fascinante historia de esta dinastía, que extendería su poderío hasta la Primera Guerra Mundial, ya en pleno siglo XX? Esta es una de las peripecias históricas más increíbles que se pueden narrar –exige tono épico, pero también trágico–, la de un imperio multiétnico y multirreligioso, pero dominado con puño de hierro por el islam túrquico que, desde su corazón anatolio, en su máxima expansión, se plantó las puertas de Viena, dominó las rutas de Oriente Medio y Arabia, y se extendió hacia Egipto, que fue otomano durante siglos. Y sin embargo, qué poco conocido nos resulta el mundo de los turcos, otomanos, previo a la Turquía moderna, y sin el cual no se puede comprender tampoco nuestra historia; y qué lleno de prejuicios está nuestra mirada hacia esa realidad histórica y cultural, que es, en cierto modo y de forma indisoluble, parte de la historia europea.
Auge y decadencia
Habrá un Renacimiento otomano y también una Ilustración, y se puede sondear cómo fluyen las corrientes artísticas, literarias, místicas y musicales en un mundo que osciló entre la gloria y el horror, la tolerancia y el fanatismo, la ilustración y la opresión: es una aventura que se extiende desde durante ocho siglos y cuyos altibajos políticos, económicos y morales permiten tomar el pulso a las relaciones en Oriente y Occidente, África, Asia y Europa, a través de un mediador privilegiado. A explorar toda esa historia, inagotable y fascinante en todas sus manifestaciones y ramificaciones culturales, se dedica la magnífica monografía de Marc David Baer «Otomanos. Kanes, Césares y Califas» (Desperta Ferro 2025), que expone el auge, esplendor y decadencia del mundo otomano, sus momentos de brillo cultural –como faro de la sofisticación, la tecnología y el saber–, hasta los momentos de matanza y terror, desatados en guerras, crueldades y exterminios.
Las tribus turcas de Anatolia habían tenido por supuesto experiencias de estatalidad previa, como es el caso del imperio selyúcida (ss. XI-XIII), pero a partir de 1300 estarán bajo la guía de Osmán y sus sucesores, Orhán, Murad I y Bayaceto I, que sientan las bases del poder turco. La expansión llega pronto a poner pie en Europa, a mediados del siglo XIV, desde de Galípoli a Macedonia, Bulgaria y Serbia, hasta que en la batalla de Kosovo (1389) Murad derrota las tropas aliadas y asienta el dominio de los Balcanes. Pese a duros contratiempos, como la horda de Tamerlán, sultanes como Murad II y el citado Mehmet II afianzan el poderío otomano, en una expansión marcada por un reclutamiento de las élites voluntario parejo a una absorción forzosa mediante el sistema de «devshirme» o leva obligatoria, con tintes terriblemente opresores, de la que se nutría el cuerpo de élite de los jenízaros: se llevaban a niños de origen cristiano, que eran convertidos y entrenados para ser soldados islámicos ideales, bajo la inspiración de líderes religiosos sufíes de la orden bektashi. Pero, por otro lado, las élites de origen cristiano, griegas o armenias, no dejaron de tener influencia en los asuntos imperiales al ser nombrados funcionarios o administradores de diversas regiones u oficinas. Las conquistas de Selim I, que logra hacerse con la región siriopalestina, Egipto y Argelia, y sobre todo de su hijo, Solimán, conocido como «el Magnífico», cuando se conquista la Hungría de los Austrias y se ponen en jaque a la Europa cristiana, representan sin duda la edad de oro del poder otomano. Lepanto, con Selim II, y el fracaso del segundo asedio de Viena, con Mehmed IV, ponen el freno en la expansión occidental; pero, entre medias, en Oriente Murad III abre la vía del Cáucaso, tomando Azerbaiyán y Georgia frente a la Persia chiíta, gran rival de los otomanos.
A partir de ahí se atestigua un declive de los sultanes, con el poder incrementado de los sufíes y jenízaros y diversas turbulencias sociales. El imperio de los siglos XVII y XVIII va quedando rezagado frente al occidente después de haber sido una gran potencia. Los sultanes del siglo XIX ven la necesidad de emprender reformas ambiciosas, como la de Mahmut II, en el ejército y el gobierno, pero las fronteras empiezan a reducirse frente a los rivales: sobre todo, Rusia, protectora de los ortodoxos, e Inglaterra y Francia, que aspiran a hacerse un hueco en Oriente Medio y África. Se suceden varios conflictos –el más famoso el de Crimea– que van mermando el territorio y prestigio otomano: la independencia durante el siglo XIX de Grecia, Serbia, Montenegro, Bulgaria o Chipre, entre otros territorios, y las revueltas árabes promovidas por Inglaterra que van cercenando el poder en Egipto y Oriente, convertirán al imperio en «el enfermo de Europa», frase generalmente atribuida al zar de Rusia Nicolás I en 1853. La crisis sistémica otomana solo acabará en los desastres de las guerras balcánicas del siglo XX y en la derrota de la Primera Guerra Mundial: el movimiento de los jóvenes turcos, reformista y impulsor de un nuevo patriotismo túrquico, acelera el cambio hacia una República pero el auge del nacionalismo exacerbado de comienzos del XX se lleva por delante a los armenios en el terrible genocidio que concluye, de alguna manera, esta larga historia como un ominoso recordatorio del horror y preludio de otras inminentes infamias en la siguiente guerra.
En cierto modo, como viene a mostrar el libro de Baer, el mundo otomano no es ajeno a nosotros, sino que es parte de nuestra propia historia: desde Cervantes a los tulipanes, de los asedios de Viena a los «croissant», de «El rapto del serrallo» de Mozart a la pasión por los cafés en plena «turcomanía», desde los arquitectos y pintores del renacimiento a, por supuesto, el «boom» del nacionalismo étnico, racista y totalitario entre finales del XIX y comienzos del XX: es pura historia europea de lo mejor a lo peor, de la Ilustración al genocidio, recordándonos constantemente el esplendor y la miseria de lo que somos. En suma, este libro es altamente recomendable: les aseguro que lo leerán con admiración, excitación y espanto, disfrutando de una historia bien narrada no solo política y militar, sino ante todo cultural –hay literatura, sociedad, género, religión, etnicidad…– que nos permite sacar el mundo otomano de su olvido y justipreciar su fascinante peripecia. Merece la pena adentrarse en ella para entender mejor la Historia con mayúscula y seguir aprendiendo de ella.
- 'Otomanos. Kanes, césares y califas' (Desperta Ferro), de Marc David Baer, 512 páginas (+ 16 en color), 27,95 euros.