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Crítica de teatro

"La importancia de llamarse Ernesto": el hipócrita que aparenta no serlo ★★★☆☆

Cuesta mucho desprenderse de todas las formas heredadas a la hora de leer los personajes y de componerlos en el escenario cuando se trata de adaptar el teatro de Oscar Wilde

Una escena de "La importancia de llamarse Ernesto"
Una escena de "La importancia de llamarse Ernesto"Archivo

Autor: Oscar Wilde. Dirección: David Selvas. Interpretación: Silvia Marsó, Pablo Rivero, Júlia Molins, Ferran Vilajosana, Paula Jornet, Albert Triola y Gemma Brió. Teatro Pavón. Desde el 15 de mayo hasta el 30 de junio de 2024.

El problema del teatro de Oscar Wilde es que, atendiendo exclusivamente a sus textos, y no a las dispares elucubraciones que luego se han hecho sobre él, uno no sabe nunca si quería criticar lo que aparentaba ensalzar o si trataba de homenajear lo que supuestamente censuraba. Lo más probable es que hiciera una cosa y la otra a la vez; es decir, cargaba contra una sociedad hipócrita que estaba lejos de la moralidad de la cual presumía y miraba con ternura, y aun alentaba, algunas imperfecciones éticas que consideraba, más que inevitables, necesarias. Esta ambigüedad, al tiempo que lo ha convertido en un escritor mucho más interesante e imperecedero de lo que algunos hoy consideran que es, hace que sus obras sean difíciles de encarar y representar.

Ya se sabe que la complejidad y los sentidos contrapuestos no son algo que interese mucho a la biempensante y simplista sociedad de nuestro tiempo. Así que, llevadas a un extremo, sus obras se montan como inanes comedias de salón con situaciones extintas que dicen muy poco al público de hoy; y, empujadas hacia el otro lado, derivan en falsas y manipuladas funciones de denuncia que obvian el juego permanente de libérrimas paradojas que elevan la literatura de Wilde abriendo innumerables puertas a la duda y, como consecuencia, al pensamiento. El peso de la tradición a la hora de montar al autor sigue siendo enorme; ocurre lo mismo con los escritores españoles de la otra generación del 27. Cuesta mucho desprenderse de todas las formas heredadas a la hora de leer los personajes y de componerlos en el escenario. Aquí David Selvas, al menos, lo ha intentado; y ha llegado donde pocos antes lo habían hecho.

Tanto en el tratamiento del texto como en los aires de musical que ha introducido en la propuesta, se adivina una invitación al espectador para que contemple lo que ocurre en escena de manera descreída, con el mismo cinismo que se presuponía a su autor, para que comprenda que la hipocresía es tal vez consustancial a todos; que la sinceridad puede convivir con el secretismo, y la defensa de la libertad individual con la adhesión a ciertas normas y convenciones. Falta, eso sí, algo de cohesión en la versión y en el vestuario; y falta también algo más de arrojo en la dirección de actores para despojar a los personajes decididamente del estereotipo y para hacerlos más cercanos a la idiosincrasia de la gente de hoy.

  • Lo mejor: Quizá porque su juventud la aleja más que a otros de la tradición, Paula Jornet, que además canta y es autora de las canciones, sabe leer como nadie a su personaje en clave contemporánea.
  • Lo peor: La introducción de las canciones permitía versionar más un texto cuyo lenguaje suena en algunas construcciones y réplicas algo acartonado.