José Manuel Lara, mientras la ciudad duerme
Hoy 2 de marzo se cumple un mes de la muerte de una persona tan querida y respetada como fue y será Jose Manuel Lara Bosch, fallecido un 31 de enero entrada la tarde del sábado para no molestar con su ausencia en un día hábil de la semana. Me han quedado tantas cosas que decirle, que, ahora que no es posible, siento un inmenso malestar al no haberle contado más historias, como aquellas que narraba de toda su familia en uno de mis libros; en los recodos de la imaginación siempre habitó aquel primer Premio Nadal, en el que Carmen Laforet consiguió alzarse con el galardón por su obra «Nada». Ahí empieza la familia Lara a entrar en mi vida por la admiración hacia el fundador del Grupo, José Manuel Lara Hernández; aquel que contaba cuando de niño en el pueblo le gustaba retorcer las orejas a los cerdos y después se montaba en ellos y paseaba por las calles como si fuera en una moto y al que le asustaba cuando un retratista de la época se tapaba la cabeza para hacer una foto de familia y salía corriendo; aquel hombre que ante la extrema derecha y la izquierda moderada se acercaba más a la segunda; aquel hombre que siempre rechazó que entre el pueblo donde estaba enterrado su padre y Cataluña se establecieran fronteras; aquel que siempre dijo que no era el mejor editor, sino que contaba con el mejor equipo; aquel hombre que siempre pedía a Dios que le diera una muerte decente, que se acostara por la noche y amaneciera muerto y que siempre, ante sus hijos y sus nietos, tuviera la imagen de un hombre fuerte y lúcido; aquel que me hizo ver que para publicar un libro había primero que escribirlo y bien.
Aquel matrimonio compuesto por José Manuel y María Teresa se complementaba queriéndose tanto que el gran miedo de ambos siempre fue pensar en que alguna vez se pudieran quedar solos, pero la soledad se adelantó cuando falleció en accidente de tráfico un agosto de 1995 su hijo Fernando, y en ese momento nació el camino de la ausencia por el que ambos deambularon hasta abrazarse con la temida soledad. Esa gran mujer y ese gran hombre se fueron apagando hasta que ambos se fueron, como después digo el mismo día y mismo año con diferencia sólo de cuatro meses, y se fueron, posiblemente como el título de aquel texto de Frank Yerby que provocó uno de sus primeros éxitos editoriales, «Mientras la ciudad duerme»... Ambos, sin hacer ruido, se fueron abrazados en el viaje final mientras la ciudad dormía en un mes de mayo y septiembre de 2003. Me nace del corazón hablar con tanto cariño y respeto de esta familia pues coincidimos en los sueños y en muchos esfuerzos de juventud y madurez, y en la vida buscamos siempre el bien común, el hacer y ser algo más sin perjudicar a nadie, ése es el motivo por el que siempre me inspiré en la familia Lara para seguir adelante sin esperar nada aque no fuera haber cumplido con el trabajo de cada día siendo honrado y reconociendo mi posición de humilde .
El sol del Pedroso
Ensalzar las grandes gestas y batallas que en la vida les tocó afrontar y que hoy, cuando se cumple un mes de la muerte de Jose Manuel Lara, merece la pena recordar para hacerse una idea de la clase de personas a las que me estoy refiriendo, cuyo valor y dignidad se les reconoce, no sólo ante la vida y sus problemas sino ante la muerte que también les ha sacudido de forma trágica y que han aceptado en silencio y con resignación, la misma que en sus últimos días tuvo José Manuel, sabiéndose marchar controlando la fuerza del espíritu y yéndose despacio y tranquilo, como si de un paseo se tratara, despidiendo el sol del Pedroso en un atardecer. Se fue muy tranquilo según me cuentan sus grandes amigos que no lo abandonaron ni un momento a lo largo de la vida y mucho más en estos últimas horas de su debilitada existencia. Vida y tiempo a los que en 2011 les salió al paso el enemigo más peligroso que avanza también «mientras la ciudad duerme» y acaba en silencio lo que maltrata con gritos de dolor, aunque José Manuel Lara lo aceptó como un designio más dentro de las circunstancias a las que cada persona se tiene que enfrentar y que acabó con su vida, engrandeciendo la historia de una familia que empezó sin nada, lo consiguió todo y supo ofrecer su vida en silencio sin aparentar algo que no fuera resignación y prudencia dentro de la humildad que siempre los guió en sus etapas.
Esta familia a la que la muerte de Fernando Lara dejó doblemente tocada en lo profesional y lo humano elevó en unos años el imperio empresarial pero acabó con la vida del padre y de la madre, de cuyas muertes no hubo espacio para la soledad tal y como temía María Teresa, pues sucedieron con pocos meses de diferencia: él falleció un 11 de mayo de 2003 y María Teresa el 11 de septiembre de 2003, precisamente el mismo día y el mismo año, aunque en mes diferente. He querido describir la grandeza humana de esta familia para darle el lugar que corresponde a este hombre que con sólo 68 años se ha ido también en silencio y sin hacer ruido y cuya viuda, Consuelo García Píriz, también tendrá miedo a la soledad que deja un hombre tan singular y humano; aunque con Marta, José, Angela y Pablo y toda la gran familia que les acompaña, la soledad será mitigada con la fuerza del cariño de todos cuantos la rodean.
Hoy hace un mes que se marchó definitivamente Jose Manuel Lara, un economista con vocación de urbanista que dirigió con acierto un Grupo tan importante como sensible y al que siempre le acompañó el efecto de la responsabilidad y siempre ejerció el respeto hacia todos y por todo y creció por la propia fuerza que la familia Lara reflejó en sus propios sentimientos: «No somos los mejores, tenemos el mejor equipo», decía.
Y precisamente después de la muerte de una persona admirada se espera del recuerdo lo que no se le pidió a la realidad de la situación cuando estaba gozando de la plenitud. No se da el caso como dijo el poeta: «No me mueve mi Dios para quererte el cielo que me tienes prometido...» De ahí que a mí tan sólo me mueva el sentimiento de haber perdido a una persona a la que siempre quise y querré también en silencio. La triste realidad de los muertos es la soledad en la que yacen dentro del silencio y el olvido que nunca tienen fin.
Una de las realidades de la vida es respetar a todos y confiar en algunos, y en este caso yo siempre confié en esta familia que proviene como yo del sur y cuyas raíces catalanas la hicieron universal, y aunque tanto significaron para mí por su preocupación por los premios literarios principalmente y a los que nunca asistí por méritos intelectuales que no los tengo y mucho menos relevancia social, pude favorecerme de la difusión de la cultura vendida a cómodos plazos mensuales en las épocas em ñas que todo era difícil, incluido comprar libros al contado y conocer la trilogía de José María Gironella iniciada con «Los cipreses creen en Dios», «Un millón de muertos» y «Ha estallado la paz». Precisamente este autor, que en los años cincuenta se comentaba que había hecho rico a Lara Hernández, también murió en el mismo año que los padres del hoy recordado José Manuel Lara.
Ha pasado un mes de su muerte y al no tener continuidad en el calendario de febrero el mismo número de días, hay que llevar al 2 de marzo el recuerdo de tan sensible pérdida. Y así sucesivamente: vendrán muchos otros meses hasta llegar al nuevo invierno y completar el año, y también irá quedando en el polvo del aire este definitivo adiós que a través de los años dará entrada a las personas y tiempos nuevos y hasta llegará el día, cuando éstos pasen y se nos vayan olvidando algunos rasgos y gestos de su cara, en que tengamos que volver a mirar a su descendencia para encontrarlos... Así nosotros, los de entonces, como diría Neruda, recordaremos las conversaciones, a veces tímidas y precisas, que compartimos en muchos viajes en AVE y que prolongamos en los acontecimientos familiares de un gran amigo común, también catalán, que ama al ser humano sobre todas las cosas y que nunca hace ruido pero que siempre está cerca y que no se separó ni un momento del dolor y el suspiro de este gran hombre falto de quejidos y cuyo mayor dolor era alejarse de su familia sin poder hacer nada para evitarlo. Este amigo común, que la familia bien conoce, hoy llora conmigo el silencio de la ausencia, si bien ambos respetamos la última voluntad de nuestro amigo del alma cuando repetía: «Me gustaría que me recuerden pero que nadie me llore...». Al fallecer se cumplieron los deseos de sus padres: tener una muerte decente, dejando entre su familia la sensación de haber sido un hombre fuerte, no aparentar el miedo a la soledad por herencia materna y que le costaba disimular cuando imaginaba la falta del abrazo de cada día a todos los suyos. Así, el hijo se abrazó al camino de esa vida eterna donde espera sin prisa para ofrecer la fuerza de su alma a todos cuantos le quisieron y le quieren y que siempre entendieron que también José Manuel Lara ya es patrimonio del alma y un gran alumno de Dios.