La batalla de Pavía, una gigantesca encamisada
Hoy se cumple el 494.º aniversario de la batalla de Pavía, una de las más grandes victorias de las armas españolas que comenzó con una «encamisada».
23 de febrero, víspera de San Matías apóstol, año 1525. Hernando de Ávalos, marqués de Pescara y comandante del ejército de Carlos V en el ducado de Milán, ha ordenado a los sargentos mayores de la infantería española que reúnan a sus hombres para decirles unas palabras. Una marcha forzada desde Lodi en pleno invierno a la sombra de los Alpes y tres semanas de escaramuzas contra el ejército de Francisco I que, a escasos kilómetros, asedia Pavía, han causado mella. No obstante, la situación de los defensores al mando de Antonio de Leiva es aún más difícil. Se rumorea incluso que el español ha tenido que eliminar, discretamente, a Eitel Friedrich von Zollern, capitán de sus lansquenetes alemanes, porque se disponía a abrir las puertas a Francisco I.
Pescara planeaba un movimiento arriesgado: sorprender al ejército francés durante la noche, apoderarse de su tren de artillería y abrirse paso hasta Pavía. Juan de Oznaya, paje de lanza del marqués del Vasto, registró el parlamento del general: «no bastaría el poder del emperador para daros mañana un solo pan, no sabemos dónde le poder haber, si no fuese en el campo de los franceses, que allí veis». Un viejo argumento, retomado por Lope de Vega en El asalto de Mastrique, donde uno de los soldados españoles protesta: «sin comer he llegado y, si me atrevo a pedillo, me muestran aquel castillo de mil flamencos armado». Ante Pavía, sin embargo, la orden de ataque, acompañada de sugestivos subterfugios, fue bien acogida.
Se preparaba una inmensa encamisada. Pescara explicó: «La orden será que esta noche a las nueve andarán los atambores sin las cajas, sino solo los palillos tocando por los cuarteles, para que todos armados, y las camisas sobre las armas, saldréis donde se hiciere los escuadrones; y los que tenéis camisas demasiadas, holgad de darlas a los tudescos, y los demás, de sábanas, tiendas, y de lo que más hubiere en el campo, harán capotillos, o de algunos pliegos de papel, sombreretes, para que blanqueen y sean conocidos». Y así se hizo. A la hora convenida, todo el ejército, la infantería de blanco, se puso en movimiento con el mayor silencio posible. Los carros de bagaje se alejaron, el séquito prendió fuego a las tiendas. Los centinelas franceses dieron el aviso y, minutos más tarde, un oficial perturbaba el sueño de Francisco I. El monarca galo creyó que sus enemigos, mermados por los rigores de la estación, se retiraban a sus cuarteles de invierno. Tan buen punto amaneciera, daría orden de iniciar la persecución.
Ataque nocturno
Mientras Francisco volvía a la cama, las tropas imperiales, en lugar de dirigirse a Lodi, giraban a la izquierda y se arrimaban en silencio al muro del parque de Pavía, el amplio coto de caza que sus adversarios habían escogido como acantonamiento. Pescara envió dos compañías españolas a que derribasen el muro que rodeaba el recinto, la de arcabuceros del capitán Salcedo y la de piqueros del capitán Santacruz. No fue tarea fácil: seis metros de altura y más de uno de anchura «de ladrillo cocido fortísimo», según Pedro Vallés, biógrafo de Pescara, por derribar a golpe de pico. Fueron horas tensas. Cuenta Oznaya que «gastóse aquel tiempo en confesiones y ordenar sus conciencias encomendando a sus amigos lo que querían que en sus tierras se hiciese, y abrazábanse unos a otros como gente que pensaba no verse más, y sobre todo se encargaban entre ellos el pelear valerosamente».
Al amanecer, más tarde de lo que Pescara había previsto, el ejército imperial comenzó a entrar en el parque: españoles, alemanes, italianos, Pescara a lomos de su corcel, Mantuano, el marqués del Vasto, embutido en la armadura damasquinada con la que Tiziano lo retrataría unos años después. Una niebla espesa, procedente del cercano río Tesino, alfombraba el campo de batalla, atravesado por un riachuelo y cubierto por arboledas. El marqués de Civita Sant’Angelo, sobrino-nieto del temible Jorge Castriota, marchó en vanguardia con la caballería ligera, directo hacia el palacete de Mirabelo, donde se creía a Francisco I, y dispersó partidas de tropas francesas movilizadas a toda prisa. El escuadrón de infantes españoles del marqués del Vasto se precipitó sobre Mirabelo y tomó los bagajes de Francisco I. El rey no estaba allí. Comenzaba la batalla de Pavía. Era un 24 de febrero de hace 494 años; Carlos V cumplía veinticinco años. Su regalo: la captura de su archienemigo.
La captura de Francisco I
Apenas dos horas bastaron para hacer naufragar las aspiraciones de la Corona francesa sobre el ducado de Milán y sumir al reino en una grave crisis. Buena parte de la nobleza gala pereció en el campo de batalla de Pavía y Francisco I fue capturado junto con algunos de sus principales capitanes. Quién hizo prisionero a Francisco I ha sido durante siglos materia de polémicas y disputas, pues Carlos V y el propio monarca francés acreditaron a distintos soldados como partícipes en la captura. Estos son el guipuzcoano Juan de Urbieta, el granadino Diego de Ávila, el gallego Alonso Pita da Veiga y el catalán Juan de Aldana. De entre todos los testimonios de la batalla, el que describe con más detalle la captura de Francisco I es Juan de Oznaya. Según su relato, el primero en aproximarse al Valois, que yacía impedido debajo de su formidable caballo, fue Urbieta. Después de escuchar de labios del rey «Yo me rindo al emperador», el guipuzcoano se habría apartado para acudir en auxilio del alférez de su compañía, al que varios franceses trataban de arrebatar la bandera. Entre tanto, según Oznaya, Diego de Ávila llegó junto al rey y, tras recibir de este su espada y una manopla, trató de sacarlo de debajo de su montura. Al poco habría aparecido Pita da Veiga, quien ayudó a De Ávila a levantar a Francisco I y que recibiría como gaje el collar de la Ordre de Saint-Michel del soberano. Tras varias peripecias, cuenta Oznaya, un gentilhombre borgoñón, La Motte, amigo del duque de Borbón, reconoció a Francisco I y se ocupó de que el monarca fuese puesto a salvo de la furia de los arcabuceros. Francisco I pasaría su cautiverio en Madrid (parte del mismo en la Torre de los Lujanes, en la Plaza de la Villa), hasta ser puesto en libertad tras la firma del Tratado de Madrid en enero de 1526, en el que renunciaba a sus aspiraciones italianas. Un compromiso que no tardaría en romper.
Para saber más
Julio Albi de la Cuesta
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