La garganta del monje
El artista canadiense recibió el don de una voz física que descubrirá más tarde que la voz poética. Ambas le convertirán en un creador único e infrecuentemente dotado.
El artista canadiense recibió el don de una voz física que descubrirá más tarde que la voz poética. Ambas le convertirán en un creador único e infrecuentemente dotado.
Nunca hay que despreciar la suerte de la voz con la que la naturaleza nos ha dotado. Que se lo pregunten si no a James Earl Jones o a Constantino Romero. Un simple don biológico puede marcar toda una vida. A Leonard Norman Cohen, canadiense de Montreal y nieto de rabino, la naturaleza le distinguió con una voz grave, matizada, crepitante que, en principio, él no pensaba usar más que para conversar. Nacido en una familia judía de clase media acomodada, se distinguió ya desde la escuela por su brillante currículum en humanidades y, cuando fue a la universidad, Leonard había hecho todo lo que había que hacer y conocido a la gente que había que conocer del medio cultural autóctono. Era el presidente del club de debates y no había lid poética en la que no hiciera acto de presencia de uno u otro modo. Se le consideraba una promesa de la poesía canadiense y su primer libro «Comparemos mitologías» de 1956 (que no estaba nada mal), cumplía todos los requisitos que una expectativa como esa comporta.
Pero, entonces, Cohen descubrió una cosa gravísima de nuestro mundo: que la poesía no da dinero. No da ni siquiera para el plato diario y el lecho de cada noche. Leonard había perdido a su padre a los nueve años. Si bien era un progenitor de familia acomodada que le había legado una renta mensual, esa mensualidad no sería eterna (al contrario que la poesía), ni serviría a largo plazo para amueblar toda una vida (esta vez sí, igual que la poesía). Leonard Cohen hizo ese descubrimiento a principios de los sesenta tras escribir «Los hermosos vencidos» (novela) y «Parásitos del paraíso» (poesía) que le dieron prestigio pero pocos ingresos. En 1964, la renta paterna le había permitido hacerse un hueco en el sistema literario pero eso no daba para mucho. Por tanto, en 1967, tomó una decisión capital que fue pasarse al terreno de la música popular. Hay que entender que, en esas décadas, la industria del disco movía dos billones de dólares anuales, por encima incluso de la industria cinematográfica que sólo movía billón y medio. Al treintañero bohemio pero bien acostumbrado que Cohen era, hacer conciertos le permitía (aparte de prolongar su oficio de poeta con la noble artesanía del juglar) ganar algún dinerillo que regularizaba sus ingresos.
w talento y profundidad
Fue así como una biografía, cuyo curso natural orientaba a la docencia como única salida, se transmutó en una carrera de cantautor que tendría influencia sobre los oídos de medio mundo. En 1974, antes de que muriera Franco, incluso tocó en España. Y es que resultó que Leonard tenía dos características personales de difícil obtención. Por un lado, tenía un talento fuera de norma para escribir canciones y, por otro, una voz de una tesitura grave, muy poco habitual en los cantautores, que dotaba a sus interpretaciones de una profundidad y una solemnidad inencontrables en el resto.
w fama y problemas
Gracias a ello, los oyentes pudimos disfrutar de joyas como «Suzanne», «Haleluya», «Chelsea Hotel» o «So long, Marianne» y él pudo pagarse coquetas estancias en la isla griega de Hidros, donde encontró la paz para buscar las mejores melodías y llevar la vida bohemia y tranquila que iba con su temperamento. Pese a ello, la singularidad de su voz persistía y, de una manera paradójica, le daba tanta fama como problemas. Y es que los productores discográficos no sabían qué hacer con esa voz de ultratumba. Tanto la arropaban con aburridos minimalismos, como con ampulosas orquestaciones que exageraban su elemento sacro hasta el extremo de lo engolado. Llegó a trabajar con Phil Spector, convirtiendo ambos la labor de hacer un disco en una verdadera pesadilla.
Al fin, su otro gran momento después de los sesenta llegó cuando, en los ochenta, se lió la manta a la cabeza y decidió guiar él mismo sus propias producciones. Resultó que, además de las dos dotes ya mencionadas, Cohen poseía una tercera, que era un gran instinto musical. Así dio forma a éxitos como «I’m Your Man» o «First We Take Manhattan» que arropó con puestas en escena sencillas pero convincentes. Su instinto musical no es sorprendente, puesto que en su Canadá natal (un país de una multidiversidad cultural superior incluso a la de los EE UU) había recibido clases de flamenco de un guitarrista español. Por ese camino, cambió su guitarra acústica por una guitarra española marca Conde y se enamoró de García Lorca.
A partir de los éxitos de 1988, su prestigio internacional fue inamovible y su nombre siempre era el primero que sonaba para un posible Nobel de literatura de cantautores (Dylan no iba entonces el primero en las quinielas). Pero Cohen tenía una tendencia a lo contemplativo que lo llevó por otros caminos, muy alejados de la sórdida tarea de hacer pasillo académico. Guiado por su temperamento, se interesó por el orientalismo zen y se hizo monje budista. Ese notable y añejo desprendimiento de las cosas mundanas le condujo a una situación engorrosa: una amiga secretaria que manejaba sus asuntos le despojó de gran parte de sus bienes en 2004 y, ya casi octogenario, se vio obligado de nuevo a embarcarse en giras y conciertos. Agotador, porque al fin y al cabo tenía diez años más que todos sus contemporáneos cantautores.
Todo ese cúmulo de circunstancias novelescas (casi balzaquianas, diríamos) nos ofreció un inesperado y último regalo al público musical de medio mundo. Y es que nadie, en los últimos años, fuera de David Bowie y Leonard Cohen, ha sido capaz como ellos de plasmar en canciones el desconsuelo para la mente de cómo la carne se convierte en madera y se cae a trozos. En el plano musical, hasta la fecha, la sencilla tonada popular puede apuntarse exclusivamente ese logro gracias a ellos. Es el último legado de una gran voz que, por esos caprichos de la genética y la biología, tuvo la fortuna de hospedarse en la envoltura carnal de un cerebro poético capaz de explotar todas sus posibilidades expresivas.