Festival de Berlín / Berlinale

La mujer coraje conquista la Berlinale

Natalie Portman (en la imagen, junto al director de la Berlinale, Dieter Kosslick) presentó fuera de concurso un documental
Natalie Portman (en la imagen, junto al director de la Berlinale, Dieter Kosslick) presentó fuera de concurso un documentallarazon

Dos historias sobre personajes femeninos fuertes se dan cita a concurso: el «remake» de «Diario de una camarera», y la guatemalteca «Ixcanul», con mensaje y poderosa imagen.

Bond, James Bond, impidió ayer que Léa Séydoux fuera la única estrella que pisara la alfombra roja de la Berlinale. Cambios en la agenda de rodaje de la nueva entrega del agente 007 obligaron a que Benoît Jacquot defendiera, él solito, la tercera versión de la novela de Octave Mirbeau, «Diario de una camarera», que compite por el Oso de Oro. Lo tenía difícil, siendo los directores de las dos primeras Jean Renoir y Luis Buñuel. Por lo que recuerda este cronista, Jacquot ha enfocado su adaptación de una manera muy distinta a sus precedentes, lo que tiene su mérito. No se ha dejado intimidar por los maestros, a pesar de que su versión, dispersa y algo precipitada, no acaba de cuajar en un retrato que haga justicia a la complejidad del personaje.

Sin haber leído la novela de Mirbeau, es evidente que Célestine pertenece a la estirpe de mujeres fascinantes y contradictorias (Madame Bovary, Anna Karenina) que la literatura del XIX dejó para la posteridad. Por un lado, es una rebelde que odia los modos esclavistas con que la alta burguesía trata a sus subordinados, y que no duda en hacerse valer ante lo que considera un abuso de poder. Por otro, es alguien que busca desesperadamente que la dominen, como demuestra la relación de atracción-repulsión que mantiene con Joseph (Vincent Lindon), el jardinero de la casa de los Lanlaire. Célestine es la suma de sus contradicciones, y la película, que Jacquot se apresuró a calificar como feminista, es, a este respecto, bastante ambigua. La condensación de múltiples episodios de la novela –distintos a los que escogió Renoir, que se inspiró en una versión teatral del texto, y Buñuel, preocupado por desmantelar el discreto encanto de la burguesía–, mezclando el presente del relato con puntuales viajes al pasado, es ágil pero atropellada. A veces el paso de una anécdota a otra es demasiado abrupto, y lo que es peor, no ayuda a esclarecer las raíces de la paradójica personalidad de Célestine.

Algo parecido ocurre con la puesta en escena. El objetivo de Jacquot es contemporaneizar la trama y los personajes (a pesar de que algunos, como el antisemita que interpreta Lindon, están muy arraigados en su época), y para ello recurre a un panaché de estilos –cámara en mano (que tan buen resultado le dio en «Adiós a la reina»), zooms, clasicismo de la vieja escuela– que desenfocan las intenciones naturalistas del autor. Por suerte, la sola presencia de la Seydoux –Paulette Godard en la versión de Renoir y Jeanne Moreau en la de Buñuel– moderniza sin esfuerzo la película, hasta tal punto de que tienes la sensación de que el gran problema de Célestine es ser una mujer, con todas sus contradicciones, adelantada a su tiempo.

La cultura maya

Y otra mujer que quiere rebelarse contra lo que el destino tiene escrito para ella es la protagonista de la primera película guatemalteca seleccionada a competición por un festival de categoría A. Definitivamente, es el año de la mujer coraje en la Berlinale, quizá porque Dieter Kösslick quería desmarcarse de las críticas que le habían llovido a Cannes por no ser «feminista» (hay tres directoras en la sección oficial). Pues a lo que íbamos: en «Ixcanul» María sueña, a los diecisiete años, con un futuro lejos de las plantaciones de café donde vive con sus padres, que están preparando el terreno para que se case con su jefe, viudo y con tres hijos. Cuando se queda embarazada de un chico que planea entrar ilegalmente en Estados Unidos, todos sus sueños se van al garete.

El novel Jayro Bustamante, afín a la cultura maya desde que era niño, cuando su madre visitaba a las indígenas para convencerlas de que vacunaran a sus hijos, aprovecha su conocimiento sobre el terreno para ofrecer una mirada antropológica, humilde y nada condescendiente, de las tradiciones de un pueblo que sigue anclado en la pobreza, en un país que fue azotado por la guerra de guerrillas durante 36 años. Es cierto que «Ixcanul» se inscribe en un cierto cine latinoamericano («La hamaca paraguaya» o «La teta asustada» pueden ser ejemplos significativos), de pulido acabado formal y coproducción europea, que parece diseñado, con escuadra y cartabón, para gustar en los festivales internacionales. Lo que no quita mérito ni a sus intenciones (dar voz a una cultura ninguneada en las asentadas poltronas de Occidente y poner sobre la mesa problemas humanitarios de profundo calado (el secuestro de niños en Guatemala) ni a sus resultados. No sería extraño que, con Claudia Llosa en el jurado, le cayera un premio.