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La nueva vida de Thomas Mann

El autor, que nunca ha perdido vigencia, está de moda con una muestra que dedica a la Venecia de Madrazo la Biblioteca Nacional, un ciclo de conferencias y el estreno de «Muerte en Venecia», la ópera de Britten, en el Teatro Real
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La primavera intelectual de Thomas Mann acabó con una súbita premonición de la vejez, de los diferentes declives que vaticinan la muerte creativa y vital; una lúcida sospecha de los arrepentimientos varios que van quedando en los tramos de cada edad y que, lentamente, acaban tornándose en amargura. Todavía no era el escritor de «La montaña mágica», obra con la que alcanzó la inmortalidad y la cima de su literatura torrencial y culta, pero ya tuvo un presentimiento primero y desasosegante de las ruinas y penas que van enlodando el alma en los últimos años, los de la ancianidad, esos que suelen sobrevenir empañados de nostalgia, cargados de lo que pudo ser y no fue. Después de dedicarse durante tres décadas a construirse una sólida arquitectura erudita, un armazón cultural donde cimentar una reputación de novelista docto, vino una visión pasajera a arruinar su pequeño esfuerzo de titán. En aquel viaje a Venecia de 1911 descubrió lo imprevisible en ese momento, que no era otra cosa que la fugacidad irremediable de la existencia, la efímera caducidad de la juventud, la frustración por haberse alejado de pasiones más auténticas, más carnales, y escribió una ficción con una evidente carga autobiográfica que tituló «Muerte en Venecia», que Visconti, más adelante, convirtió en hito generacional y cinematográfico, con una adaptación que fue juzgada con disparidad de opiniones: para unos era una genialidad y, para otros, una insoportable pedantería.
Decadencia y corrupción
La cinta, desde luego, es de ese puñado de filmes que hacían a los jóvenes de ese momento, los mismos que hoy son padres o abuelos, depende, cruzar los Pirineos para verla en algún cine francés de Toulouse o por ahí. «Si hay algo cierto es que, entre Mann y Visconti, convirtieron a Venecia, un típico destino de novios, en la ciudad de la melancolía, la decadencia, la muerte y la corrupción. Eso, desde luego, lo han fijado en el imaginario colectivo», comenta con ironía Daniel Fernández, editor de Edhasa, sello que ha publicado la obra del premio Nobel alemán al español. «Es la obra –prosigue– donde es más evidente la supuesta y bastante probada homosexualidad del escritor, que estaba casado, tenía hijos, pero que, como mínimo, poseía un sentimiento homoerótico. Pero no hay duda de que el protagonista, un novelista riguroso, ordenado, viejo, decadente, que descubre a un joven polaco, el Tadzio de esta narración, es un trasunto suyo».
Luisgé Martín, autor de «La muerte de Tadzio» (Alfaguara), recuerda los valores que han convertido este título de Mann en una referencia ineludible de nuestra cultura: «Su vigencia, como la de todos los clásicos, es haber tratado un montón de temas perdurables y universales, desde la decadencia, la insatisfacción, la cosificación de la sexualidad, ese determinado en el que el mundo se desmorona en un determinado instante, la belleza, el deseo. En un texto relativamente pequeño, sobre todo para un autor como éste, que se inclinaba hacia la extensión, creo que encajan y caben un montón de temas de una manera casi torrencial. Habla del arte y de cómo sublimamos la realidad. Al releerla tienes la impresión de que toca demasiados asuntos, pero, al final, eso hace también que sea perdurable, porque si no es una cosa, es otra, pero al final te seduce por algo. Y todos esos temas que sugiere son los que siempre perduran». Para Daniel Fernández, que admite que dentro de la trayectoria de Thomas Mann existen novelas superiores, una de las claves de su popularización –aparte de la difusión que supuso el trabajo del director de «El gatopardo»– radica en que «es fácil entrar en ella, no es muy larga y posee diferentes niveles de lectura. Como pequeña pieza, es una de las mejores de Thomas Mann. Es una gran pieza de orfebrería, pero, lo que ocurre es que este novelista, en realidad, es un arquitecto. Lo cierto es que funciona. Al aproximarse a ella, uno tiene la sensación de que no es una gran tragedia, pero que puede ser la tragedia de todos nosotros».
Mann creó un icono en «Muerte en Venecia»: Tadzio, un joven que ha pasado a la posteridad como una imagen de la exaltación de la belleza, una especie de «David» de Miguel Ángel al que todos acuden a nombrar cuando se quiere hablar de la juventud. «Si hay un tema en “Muerte en Venecia” es justamente la sensación de que la juventud es perecedera –explica Luisgé Martín–. Tadzio es un símbolo de la vulnerabilidad y del poder absoluto, de la atracción, de la vida en su raíz, de todos esos atributos, intensificados con el sol, la playa, la fuerza, con esas peleas que hay en la orilla del mar. No hace pensar que la juventud es algo fungible y que ni siquiera podemos poseer del todo, porque si lo poseemos, tarde o temprano, lo perderemos. La juventud es algo que nos atrae, que nos deslumbra y lleva al abismo, que no permanece».
Luisgé Martín no puede evitar una referencia, al hilo de esta observación del destino fatal que le aguardó al actor que dio vida a Tadzio, Björn Andrésen, un chaval que aspiraba a comprarse una moto de gran cilindrada y que acabó tropezando en las drogas y otras elecciones posteriores con las que la vida a veces te confunde. «Creo que canta, que hace televisión. El que fue símbolo de la belleza perfecta parece que ha envejecido un poco mal».
Daniel Fernández aborda los personajes principales de la obra, Gustav von Aschenbach y el joven polaco que encuentra en el Lido, cuando se aloja en uno de esos hoteles. «Aschenbach es la fuerza creadora agostada que se asoma a la muerte. Al ver a este muchacho le vuelven las ganas de crear, pero no tiene ganas de crear otras vidas. El libro, desde este punto de vista, es un canto a la vida, porque el protagonista, en realidad, lo que quiere es vivir. Lo que piensa es justo eso: vivir. En este aspecto, el personaje es como el propio Thomas Mann que, por un lado, siente esa exacerbación y, por otro, ha dedicado sus días a la cultura, la literatura, a sus servidumbres, y siente cómo los días se van con la lectura, las exposiciones, esas tareas. En la otra cara está Tadzio. Él representa el ideal, lo imposible. Incluso, si nos ponemos estupendos, podemos pensar que es el propio Aschenbach en su plenitud. Podrían ser todas las oportunidades de haber llegado a otra cosa. Tadzio todavía es una vida que no es; Aschenbach es una vida que ha sido. Y todo esto lo cuenta mezclado con la vulgaridad inherente que suele rodearnos y la corrupción que supone el cólera en Venecia».
Más allá de una generación
Luisgé Martín explica cómo una novela con un homoerotismo implícito ha podido cruzar tantas fronteras morales y generacionales. «Marsé solía afirmar que escribía mejor con la censura. A veces, al no ser tan explícito, en este caso por razones de moral pública, y no poder hablar del deseo, te obliga a hacer requiebros que no son siempre para mal, son para bien. Eso hace que este texto de Thomas Mann trascienda y que muchos lectores lo hayan podido leer sin el homoerotismo que existe en la narración, sin la búsqueda de la sexualidad».
La versatilidad de la historia de «Muerte en Venecia», los ecos que resuenan en su interior, las alusiones que cada uno encuentra en sus pasajes, ha procurado que se haya adaptado, primero al cine y, luego, a la ópera (se verá el próximo 4 de diciembre en el Teatro Real de Madrid). El título se ha convertido, junto con «La montaña mágica», en el libro más leído del autor, y posee casi una categoría mítica, legendaria. «Es una obra perfecta en sí misma», comenta Daniel Fernández. «Lo que me parece más llamativo o más remarcable –asegura Luisgé Martín–, es que admita ese polimorfismo. Se podrá discutir con la gente, pero lo cierto es que es un texto, unos personajes, unos paisajes que valen para una novela, una película o una ópera. Eso es muy potente». Thomas Mann publicó su novela en 1913, un año antes de que comenzara la Primera Guerra Mundial. El escritor intuyó el conflicto que se avecinaba sobre el mundo donde había crecido. Y, también, que si había que morir bajo el estruendo de las bombas y las ametralladoras, al menos merecía la pena, una vez más, cruzar esa laguna Estigia que es Venecia y recordar de nuevo en qué consistía la vida, la juventud.

La sinfonía inacabada

Además de la literatura, la música apasionaba a Thomas Mann. De ahí que, junto a los actos alrededor del estreno de «Muerte en Venecia», la Fundación Juan March haya puesto cara y ojos a los compositores que tuvieron relación con el autor de «La montaña mágica» e incluya un ciclo de conciertos acompañado de lecturas dramatizadas (en las voces de José Luis Gómez, Tristán Ulloa y José María Pou). Sabidas son las relaciones cordiales que mantuvo con Stravinski, Bártok o Schoenberg, así como las tensiones que no puedo evitar con Richard Strauss o las abiertas desavenencias con Furtwängler, el director de orquesta que fue acusado de colaboracionista con el nazismo. Como parte de este despliegue sobre la obra de Mann, la Filmoteca proyectará en el Cine Doré el filme de Luchino Visconti los días 9 y 13 de diciembre.

Aschenbach también muere en el Teatro Real

Benjamin Britten sabía que su muerte era cuestión de pocos años mientras afrontaba la composición de su última ópera, «Muerte en Venecia» (1973), una obra testamentaria que recala en el Teatro Real del 4 al 23 de diciembre. El alemán Willy Decker, que ya llevó el montaje al Liceu en 2008, es el responsable de la dirección escénica. La dirección musical corre a cargo de Alejo Pérez y es el tenor John Daszak quien se mete en la piel de Aschenbach. La obra, traslación del texto de Thomas Mann, es asimismo una personalísima revisión de Britten de sus temas y obsesiones más profundas. Willy Decker, que ha trabajado sobre varias creaciones del compositor británico –«Peter Grimes» o «Billy Budd»–, ha intentado recrear «atmosféricamente» la Venecia crepuscular a la que va a morir el personaje ideado por Thomas Mann.

Fortuny: nuestro «raro» en Venecia

Mariano Fortuny y Madrazo es uno de esos «raros» que España sólo redescubre con décadas de retraso. El 3 de mayo de 1949 fallecía en Venecia, y sólo una escueta nota y una necrológica de César González Ruano recordaban al artista, «de quien se tenía en España poca noticia». A partir del manuscrito de la necrológica, la Biblioteca Nacional rememora la figura heterodoxa y prolífica de Fortuny y Madrazo en la muestra «Otra muerte en Venecia» (en la imagen, «Il mercante di Venezia»), hasta el 8 de febrero de 2015. Emparentado directamente con dos troncos fundamentales de la pintura patria, el artista, nacido en Granada en 1871, llevaba 40 años viviendo en Venecia, donde ejercía de cónsul honorario y donde encontró el marco perfecto para su estilo decadente, wagneriano y simbólico, patente tanto en sus diseños de moda –el famoso vestido Delphos, por ejemplo– como en su pintura y sus investigaciones en iluminación y fotografía. En Venecia, recuerda González Ruano, Fortuny «vivía una vida mágica y retirada que no parecía contar el tiempo ni a la que llegaban las cosas que preocupan a la mayoría de los hombres».