La otra corte española: Delincuentes, atracadores y hampones
«Fuera de Ley», que recoge un cuaderno de fichas policiales y un diccionario criminal, narra la escena de la delincuencia española a partir de 1900.
«Fuera de Ley», que recoge un cuaderno de fichas policiales y un diccionario criminal, narra la escena de la delincuencia española a partir de 1900.
Esta es la historia de la flor y nata de la gallofería y el lumpen español, de los rateros, pillos, golfos, tomadores, topistas, sirleros, espadistas, apaches, tarugistas, dronistas, carteristas, malandrillas, rateros de hotel y demás cofrades de la chulapería, el matonismo y la navaja que formaban aquella chusma de canallas que animaban las calles de nuestro país con sus majezas y manolerías y que aligeraban la bolsa, y en ocasiones hasta la vida, a los descuidados que encontraban en las esquinas de las ciudades y los caminos polvorientos de la «España noir» del primer tercio del siglo XX.
O, lo que es lo mismo, es el relato desenfrenado de las violencias y criminalidades de Antonio Llucià, príncipe de estafadores, timador de listos y de ingenuos, conocido en toda España, y célebre en el resto del mundo, que murió por intoxicación alimentaria y no por las balas de la policía; de Justo Rojas Sánchez, que, el 2 de agosto de 1909, robó 205.000 pesetas del Banco de Vigo, que escapó a Inglaterra por la localidad de Villagarcía, donde su pista se perdió para siempre, sospechando las autoridades locales de la época que, al final, alcanzó las costas americanas; de Francisco Ríos, «el Pernales», temperamental y bárbaro, que presenció la muerte de su padre a manos de la Guardia Civil, vivió amores pasionales, caballeó senderos, asesinó con crueldad, robó a su antojo, se burló de sus perseguidores, se rió del Gobernador Civil de Córdoba, y que, junto al Niño del Arahal, abatieron a traición varios hombres de Ley bajo un árbol con una descarga de 26 tiros –uno de los cuales detuvo su reloj a la hora exacta de su muerte para ya no volver a funcionar jamás– y que detrás de sí dejó unas coplillas que todavía perviven en la memoria: «Ya mataron al «Pernales» / Ladrón de Andalucía / El que a los ricos robaba / Y a los pobres socorría»; del intrépido Rafael Coba, que, el 20 de septiembre de 1918, limpió una sala del Museo de El Prado, para asombro de su director en ese año, José Villegas, llevándose consigo nada menos que el Tesoro del Delfín y que, después, fue capturado en una audaz operación por el «Sherlock Holmes español»; o de Eduardo Arcos Puch, políglota, maestro del disfraz y la sustración, cuyas hazañas inspiraron el personaje de Fantômas. Un hombre de probada inteligencia, habilidoso en las malas artes, de gran atrevimiento en sus golpes, que entró en la cárcel y también salió de ella y que acabó luchando contra los nazis, convirtiéndose en una pesadilla para los alemanes.
Negocios a la moderna
Pero también es la historia de Xato Pintó, hombre bajo, grueso y con un bigote de pelos tan duros como «clavos» que conoció Francia, vivió en Orán, frecuentaba mujeres casi todas las noches, y que se convirtió en el artista tatuador más reputado de su distrito; o del señor Ugarte, hijo de un gobernador civil que regentaba una casa llamada «Madame Petit», donde sus «huéspedas pasean casi desnudas» y que, aseguraba, no sin cierto cinismo, que «está todo montado a la moderna. Esto es un negocio como cualquier otro. Yo tengo esto y procuro que la clientela salga contenta y satisfecha de haber entrado. Ellas tienen sus cajas de ahorros y hay chica que saldrá de aquí pudiendo poner un estanco y continuar ganándose la vida honestamente».
En el libro «Fuera de Ley», que ahora publica La Felguera Editores, está todo dicho y prácticamente contado en el título y en su subtítulo: «Hampa, anarquistas, bandoleros y apaches. Los bajos fondos en España (1900-1923)». Una enciclopedia minuciosa y veraz, salpicada de testimonios, artículos y hasta fichas policiales de los perlas y los peores tipos que adornaron esa corte de los milagros que era la delincuencia española de la época y de las geografías asombrosas y dispares que habitaban, que no eran otras que el escenario de sus paseos, paradas y hospedajes, co-mo los cafés cantantes y los cabarets del momento, frecuentados siempre por los jaquetones de peor pinta y, también, por una multitud de mujeres con clase. Unos locales famosos y con reputación (buena y mala, esto depende de quién hable) y que disfrutaban de gran éxito junto a los conocidos «meublés», que daban cobijo a las parejas no casadas para «fines ilícitos», y locales como La Criolla o El Sacristán, los clubes con entretenimientos para «gays». Es justo en este periodo cuando comenzó el consumo de morfina y cocaína en España, drogas que ya se prohibieron en nuestro país duranten la década de los años 20, de las bandas que asaltaban trenes, de las organizaciones terroristas, como las que encabezaron los anarquistas, que sembraron el pánico, asesinaron políticos ilustres, cometieron actos de venganza y revanchismo, y extendieron el miedo en las ciudades, y, por supuesto, de la irrupción de los primeros métodos para frenar todo este pillaje y desenfreno.
Policía arcaica
En ese tiempo hasta la policía arrastraba mala fama. «Por lo general era una figura odiosa para el pueblo: antiguos desertores del arado, embrutecidos y violentos, mal pagados y ruines. Soñaban con emular a los agentes y detectives de las ya populares novelas policíacas inglesas o francesas», se afirma en este libro. Vamos, que el agente del orden todavía «es arcaico». Para controlar a los hampones, anarquistas (este fue su momento de esplendor y a ellos y a sus asesinatos se dedica una parte del libro) y malhechores que campaban a sus anchas por las rúas de las ciudades se adoptaron varios métodos. Uno era el sistema Bertillon, anterior a las huellas dactilares, y que consistía en sacar una foto del rostro transgresor y otra de su oreja (ninguna oreja es igual). A finales del siglo XIX se produjo un perfeccionamiento de las fichas policiales identificativas para paliar la torpeza de los investigadores. Son los años en que la Policía Judicial y la Policía Técnica de investigación toman la aportación del doctor Alphonse Bertillon y su ya célebre sistema antropométrico. Así se procedió a medir la cabeza y las manos de los detenidos. Esta iniciativa formó un archivo de 7.000 informes que produjo numerosas detenciones y resoluciones de casos. «En 1878 se crea el primer Registro Central de Penados y Rebeldes. Sin embargo, habría que esperar hasta 1895 cuando el doctor Rafael Bianchi dirige la creación de un Gabinete Antropométrico y Fotográfico, en el que se hará constar las instantáneas y datos del detenido, así como sus rasgos físicos (altura, peso, etc), y otras características, especialmente el tatuaje, que es asimilado a la delincuencia popularizándose más tarde». Pero el principal avance de esos primeros treinta años en España lo trae Federico Olóriz Aguilera: «Al igual que estaba sucediendo en otros países europeos, introdujo el uso de la huella dactilar, lo que terminará con la instauración de la tarjeta de identificación personal». España, en su lucha contra la delincuencia, entraba, por fin, en la modernidad.