Apunta y dispara a un ciervo
S i hay un escritor capaz de explorar la violencia, de examinarla en sus mecanismos internos y en sus formas más diversas con la misma minuciosidad con que un entomólogo observa sus insectos, ése es David Vann, quien, en sus tres novelas, ha penetrado en el corazón de las tinieblas familiares para ofrecer una imagen entre salvaje y voraz de la condición humana. Ahora, en «Goat Mountain», el autor nacido en Alaska convierte un simple día de caza en el preámbulo de una tragedia que comienza en 1978, cuando un niño de once años va con su padre, su abuelo y un amigo de ambos a cazar, como todos los otoños, a las cercanías del rancho que la familia posee en esta novela, al norte de California. Todo, al comienzo, va muy bien, pues el niño, feliz porque será la primera vez que disparará a un ciervo, se pierde en ese silencioso y salvaje paisaje. Hasta que su padre, de pronto, descubre a lo lejos un cazador furtivo y decide mostrárselo a su hijo a través de la mirilla de su rifle. «El mundo detonó desde algún núcleo invisible y salí disparado por los aires, aterrizando en el suelo», dice el niño, que con ese acto reflejo de dar en el blanco a un ser humano obliga a que los hombres que lo acompañan se replanteen, de inmediato, su papel en el hecho y el sitio que la violencia, también, ocupa en sus vidas particulares y en la vida en general. Como apunta el niño en un momento: «Mi padre ya no podía conectar conmigo. Era la única persona en el mundo que podía ponerme en mi sitio, pero se sentía impotente».
En «Goat Mountain», David Vann vuelve a sorprender con una novela inquietante, que destaca por su prosa pausada y contenida y por la presencia amenazadora de la naturaleza. No sólo de esa naturaleza que se expresa en un hermoso paisaje, sino también la que anida en lo más profundo del corazón humano.