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Carrère, el ególatra que duda

larazon

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¿Por qué creer? ¿Para qué creer? ¿Podemos vivir sin creer? ¿Cómo vivir cuando no se cree, después de haber creído? Son interrogantes consustanciales al hombre, antes incluso del origen del habla y la escritura. Están enraizados en nuestra necesidad de trascendencia, seamos personas con fe, agnósticos, cristianos anónimos o aquellos que alimentan la paradoja del que cree sin creer. Esta obra desafía todos los géneros (narración, ensayo, libro de historia; memorialístico, introspectivo...). Aborda el dogma, la duda, la redención, la Noche Oscura, el agnosticismo o la negación... Como ya nos avanzara en «El adversario» o «Limónov», en el epicentro del texto –por más que indague sobre los orígenes del cristianismo, las vidas de San Pablo y San Lucas o la formación de las primeras comunidades cristianas– está la propia historia del autor, su impotencia para con la fe y sus trascendentales dudas. Carrère es siempre material para Carrère. Su vida es el lapis angularis de su prosa... lo que le sirve para salir triunfante de cualquier empresa literaria. En este caso, su proeza excede todos los parámetros, no sólo por el planteamiento íntimo, sino por la perspectiva que le concede adentrarse en la vida del otro y en la Historia.
Durante más de cien páginas se concentra la mayor densidad del libro. Narra su conversión al catolicismo en 1990. Tenía 32 años, poco éxito literario, problemas con el alcohol y una severa crisis de pareja. Su madrina le alentó a buscar en el catolicismo el camino para sobrellevar la existencia. Desde que un sacerdote le leyera un pasaje de El Evangelio de San Juan que encendería la llama de su fe sabremos de su rutina cristiana: misa diaria, confesión, Comunión... Cada día se aplicó en leer un pasaje del Evangelio de San Juan y abrazaría a escritores como Weil, Bernanos o Edih Stein. De aquel proceso tienen constancia los dieciocho «cuadernos de campo» que recuperan aquellos días. Pero la fe exige sacrificarlo todo, en su caso: «La obra, la gloria, el rumor de mi nombre en la conciencia ajena». Un precio excesivo para este genial y expansivo ególatra.
Al tiempo que se afana en alimentar su espiritualidad acude a sesiones de psicoanálisis. Un día lee en el periódico el artículo de un niño que se ha quedado sordo, ciego y mudo a causa de una posible negligencia médica. El escritor estalla en crisis ante su terapeuta, anteponiendo al amor infinito de Dios el horror absoluto. Su fe se esfuma. En su cuaderno anotará una última reflexión: «Te abandono, Señor. Tú no me abandones». Su batalla contra la duda le aboca al agnosticismo.
En lugar de instalar esa mirada hacia su pasado a partir del distanciamiento irónico que podríamos esperar, ajusta cuentas con su pérdida de fe en un tono compasivo y respetuoso. Jamás pone en duda la existencia histórica de Jesús: ese es el argumento equivocado de los ateos ignorantes. Sólo anhela encontrar las causas de la fe y los motivos por los estuvo convencido de la Resurrección. Todo ello sin perder el humor, la brillantez y la tensión plástica que un ex guionista, como él, sabe plasmar (fue responsable de la serie:«Les revenants», ganadora de un premio «Emmy»).
La Grecia del año 50
Después, da una larga cambiada, y, lo que había comenzado como el relato de una crisis de religiosa, gira de modo brillante hacia la figura de Pablo. Sin mediar transición alguna, salta del París de los noventa a la Grecia del año 50 con un único salvavidas: la duda. «Me he convertido en quien tanto temía convertirme. Un escéptico. Un agnóstico –ni siquiera lo suficientemente creyente para ser ateo–», argumenta. El hecho de haber abandonado la fe no significa que el tema haya sido zanjado. El propósito, ahora, pasa por volver a leer el Nuevo Testamento desde la confusa condición de antiguo creyente.
La búsqueda se centra en el Evangelio de San Lucas, los Hechos de los Apóstoles y las Cartas de San Pablo. Solo así puede acercarse a la figura de Jesús desde lo que denomina «personajes secundarios», en tanto que no le conocieron y, por ende, resultan más abordables. Pero, como buen tahúr literario, les retuerce en pro de la historia que quiere contar: Pablo y Lucas son los autores de los libros sobre los que basa el suyo, y los individuos cuya concepción del Reino se dedicará a estudiar porque construyeron la Iglesia, tal y como hoy la concebimos.
La figura de Lucas, aunque solo ocupa dos capítulos, es la más compleja. Le faltan evidencias sobre el médico macedonio... Pero Carrère imagina mejor que nadie. Pausadamente, le va inventando, hasta convertirle en un personaje en quien proyectarse. El profano comprende la mímesis con el discípulo de San Pablo. Gracias a un «nosotros» que toma las riendas del relato, permite ver, en Lucas, a un escritor de la primera persona, más allá del evangelista. Se convierte en una llave hacia la cuestión de fe, no sólo por el oficio que le atribuye, sino por su moderación. El escritor hace de él un griego macedonio que se convierte, casi sin querer, en secretario de Pablo. Al sentir la necesidad de contar lo que ha vivido, de hablar de la fe desde su perspectiva, Lucas se vuelve un investigador juicioso que se documenta para reconstruir parte de la historia que no presenció: la vida del hijo de Dios. Luego, el parisino inventa. Usa los mecanismos de la ficción para hacer más humano a este personaje que le fascina.
Estas páginas conforman una oración agónica por parte de un tótem de las letras contemporáneas. Creer o no creer, se presenta como un proceso inacabable, que precisa de un descomunal esfuerzo para evitar la duda. Tres años de su vida comentando el evangelio de Juan desde la perspectiva del creyente, participar en la traducción del evangelio de Marcos al francés o dedicar siete años a la escritura de este libro, avalan su empeño. Aunque Carrère no recupera la fe, sí sabe, de largo, lo que es el Reino... porque una vez lo experimentó. Un Reino que se encuentra donde reside el amor ágape y por el que Carrère, sin saberlo (sabiéndolo) clama en el desierto.