Cincuenta mil ataúdes de zinc
La Nobel Svetlana Alexievich da voz a los jóvenes que lucharon en la devastadora guerra de Afganistán
«Solo una vez habló de Afganistán. Una tarde... Entró en la cocina, yo estaba preparando conejo. Había sangre. Mojó los dedos en esa sangre y se los miró. Los observó detenidamente. Luego habló, como si hablara consigo mismo», recuerda una madre cuyo hijo formó parte del ejército soviético durante la ocupación a Afganistán, entre 1979 y 1989, donde las fuerzas armadas de la Unión Soviética perdieron 15.000 personas. En total, hubo más de 50.000 bajas. Los muertos volvían a casa en ataúdes de zinc sellados, para ser enterrados al amparo de la oscuridad en fosas sin lápidas (de ahí el título, que también pudiera ser una alusión irónica a la imaginería soviética de «los soldados de acero»). Mientras llegaban cadáveres, el Estado no reconocía ni la mera existencia del conflicto. Se dijo a la ciudadanía que las tropas habían sido enviadas en misión humanitaria y para colaborar en infraestructura, en estricta observancia del Derecho Internacional. La verdad es un concepto relativo, sobre todo cuando se trata de la guerra. De ahí que cuando el volumen fue publicado en 1990 en Rusia, la hoy premio Nobel fue acusada de escribir un «texto fantasioso lleno de injurias» y de formar parte del «coro histérico de ataques malignos».
- Sufrimiento
Junto a la madre anónima, hay relatos de padres, viudas, soldados, enfermeras, prostitutas.... De nuevo la guerra, el dolor y la oralidad, en las páginas de esta autora. Receptora insobornable y descarnada de las voces del sufrimiento, para componer una lectura que se convierte en una lenta inmersión en un mundo donde no existe la moral ni mucho menos la bondad. Llena de arañazos, la fiereza de sus entrevistas se nos presenta en forma de cortos relatos sin interpolaciones de la autora. Personas que hablan y una periodista que registra sus voces. Una reportera bielorrusa multipremiada literariamente, que ha logrado escapar de la disciplina de plomo del periodismo soviético en el que fue instruida para dotar a sus textos de un estilo cuya única autoimposición pasa por parecerse a la verdad. «No traicionamos nuestra Patria», argumenta un jefe de artillería. «Cumplí con mi deber de soldado tan honestamente como pude. Hoy en día se llama guerra sucia, pero ¿cómo encaja eso con ideas como patriotismo y deber?». Declaraciones como ésta, ponen de relieve la tensión clave del libro, y de todo el corpus de la obra de la escritora: la que existe entre la retórica y la realidad. Dar voz a los que no la tienen, y plasmarla con toda su amplitud tímbrica, es la obsesión literaria de Alexievich. Por eso su trabajo resulta tan democrático. Gracias a su insistencia, las palabras de los «silenciados» nos cuentan la realidad de otro modo y, en ocasiones, llega a alcanzar un grado casi evangélico. Porque cuando uno habla para sí mismo, habla para el mundo. En definitiva, un implacable documento que nos da la medida del sufrimiento, la pérdida, la mentira, la devastación de una generación, la arrogancia imperial... Si no sentimos ira, asco y lágrimas a través de estas páginas, no habrá esperanza alguna para nosotros.