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Cuando la prensa se convirtió en un incordio (para el poder)

Vicente Campos recupera el origen del periodismo de denuncia en Estados Unidos y de los reporteros, conocidos como «muckrakers», que lo forjaron, a través de una selección de artículos que reúne en el libro «¡Extra, extra!»
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Vicente Campos recupera el origen del periodismo de denuncia en Estados Unidos y de los reporteros, conocidos como «muckrakers», que lo forjaron, a través de una selección de artículos que reúne en el libro «¡Extra, extra!»
Vinieron para desenmascarar los engaños de la gallofa política, las corrupciones de la tropa empresarial y airear los vuelos de esa alfombra pública que ocultaba los abusos laborales, las vidas de los indigentes y las condiciones paupérrimas del obreraje industrial. En aquellos tiempos prendían en las redacciones unos aires nuevos, como de protesta o indignación. Unos años que nos han llegado aureolados por las primeras luces eléctricas y toda una mitología de flexos, máquinas de escribir y tabaquismo. Eran los momentos de los «paperboys», de los repartidores de periódicos, de aquellos chicos cenicientos, con pantalones cortos y gorra que anunciaban «¡extra, extra!» en las aceras para que el ciudadano corriente y moliente comprara el diario de turno, el periódico que le explicara la época que vivía. Surgió ahí una raza de periodistas que el calendario había sepultado en el olvido. Hablamos de Charles Edward Russell, Nellie Bly, Lincoln Steffens... Los hombres que convirtieron la palabra escrita en insumisión. Ellos fueron la conciencia de su mundo. Vicente Campos narra el origen del periodismo de denuncia en «¡Extra, extra!».
–¿Quiénes son los «muckrakers»?
–Los periodistas norteamericanos de finales del siglo XIX y principios del XX que estaban convencidos de que su deber profesional era denunciar las lacras sociales, muy similares a las de hoy, y que, además, y a diferencia de las actuales creían que sus denuncias podían servir para ponerles remedio. Solían cumplir sobradamente los mínimos deontológicos de contrastar datos, ir a las fuentes, dar voz a visiones contrapuestas, e incluso a personas –emigrantes, obreros, niños– que simplemente no habían sido objeto de interés para el periodismo, salvo cuando contagiaban enfermedades o se rebelaban. No formaban un grupo generacional definido ni compartían ideología, ni procedencia social ni una visión del mundo. Algunos podrían considerarse periodistas profesionales con dedicación exclusiva en una época sin una enseñanza reglada del oficio.
–¿Qué papel jugó la presencia de grandes editores?
–Fueron fundamentales. Habría que distinguir, en estas décadas, dos tipos de editores. El ambicioso magnate de prensa, cuyo arquetipo sería Hearst –el Kane retratado por Orson Welles–, y el editor obsesionado con su publicación, cuyo paradigma sería el hoy poco conocido S. S. McClure, que editó la revista que llevaba su nombre. En ambos modelos llaman la atención dos rasgos: la amplitud de miras al acoger en sus publicaciones a periodistas de todo el espectro ideológico (el cínico conservador Bierce y el reformista puritano Riis compartieron páginas con socialistas como Russell y Sinclair); y, por otro lado, la cualidad de inagotables hombres orquesta: escribían editoriales , revisaban textos, cuidaban a sus periodistas, buscaban temas que vendieran y las mejores plumas que pudieran escribir sobre ellos. Tenían algo de personajes épicos. Pero también un lado oscuro, por no decir siniestro. Hearst hubiera mordido a todos los perros que hiciera falta para aumentar su tirada; McClure perdió literalmente los papeles.
–¿Cómo fue posible en ese momento la denuncia?
–Hasta finales del XIX –si se apura, hasta entrado el XX–, la Prensa no era un gran negocio; se ganaba dinero, pero suponía una minucia en comparación con las fortunas que se amasaban en casi cualquier sector productivo. Eso ahuyentó a las alimañas más peligrosas de los «trusts» empresariales. El sistema político norteamericano era estable y sus corruptelas se dirimían en cenáculos alejados de la luz pública, lo que propiciaba cierto desinterés hacia la prensa, que desempeñaba un papel secundario en el reparto del poder. Por otro lado, se multiplicó exponencialmente la publicidad, no tanto de grandes anunciantes como de una miríada de pequeñas empresas, lo que impidió que las publicaciones dependieran de nadie. Así aparecieron periódicos y revistas, quizá por única vez en la historia, sin tener que rendir cuentas a empresarios, políticos o anunciantes.
–¿Y qué pasó entonces?
–Cuando llegó la avalancha de artículos de denuncia –y sus consecuencias–, los poderosos tardaron en reaccionar. El ejemplo de la serie de artículos sobre la Standard Oil de Ida Tarbell publicada en «McClure’s» da una idea: encargados por McClure a Tarbell como reportajes informativos sobre el deslumbrante poder económico del «trust» petrolífero, a lo largo del proceso de documentación e investigación Tarbell descubrió un entramado de prácticas delictivas que explicaba el ascenso del «trust». Los artículos servirían para promover una legislación «antitrust» que llevaría al desmembramiento de la Standard. Lo curioso es que Rockefeller, el alma del «trust», no abrió la boca durante los meses que se prolongó la publicación, y sólo más tarde intentó descalificar a Tarbell con insultos personales. Eso fue en 1904, cuando el mundo corporativo y político todavía no se había hecho una idea clara de lo que se estaba jugando en el nuevo envite. A partir de 1910, la ventana de oportunidad se fue cerrando: las grandes corporaciones pasaron a la acción, editando sus propias publicaciones, amenazando y asfixiando financieramente a cualquiera que osara cuestionar el «statu quo».
–¿Qué lecciones podemos aprender hoy de los «muckrakers»?
–Resulta admirable su confianza en que no sólo estaban haciendo lo que debían, sino que, además, su trabajo no era en vano. Y aun así, pese a sentirse tan cargados de razón no dejaban de abordar su oficio con una humildad encomiable: pacientes y minuciosos, documentaban, investigaban y justificaban sus denuncias.
–¿Cómo ve el periodismo actual?
–No parece haber «un» periodismo, sino muchos: no da la impresión de que se dediquen a la misma profesión un redactor de local, un corresponsal, alguien que trabaja en un medio digital y un periodista «de los de toda la vida». Por otro lado, me parece disperso y desconcertado, dominado por la sensación de que esto se acaba y no se sabe muy bien qué vendrá. Supongo que por eso, por querer estar en todas partes para ver por dónde van los tiros, cuando hojeas un periódico te encuentras como en un súper: hay de todo, pero las marcas se repiten. En el mismo ejemplar puedes tener prensa rosa, amarillismo puro y duro, crónica negra, páginas de cultura mezcladas con recetarios y «tendencias»... Da un poco la impresión de que la multipantalla digital se haya traspasado a la prensa de papel.
–¿El periodismo de denuncia será cada día más difícil?
–No veo ninguna inexorable ley que implique que vaya a resultar más complicado el periodismo crítico ahora, o en el futuro inmediato, que hace un siglo. Las dificultades que debe encarar son muy distintas –básicamente, la falta de financiación y en consecuencia de tiempo para investigar a fondo–, pero no parecen insalvables. Ya han aparecido publicaciones digitales y editoriales en papel que hacen trabajos de denuncia soberbios. La mayor dificultad es algo que a los «muckrakers» no les costó nada: ganarse la atención de un público masivo. La aceleración en que vivimos, la falta de paciencia para cualquier cosa, la obligatoriedad de obtener resultados inmediatos son una amenaza para este tipo de periodismo.

Desmanes de un capitalismo salvaje

Lo explica Vicente Campos, traductor de Thomas Pynchon, Saul Bellow y John Updike. Las causas que motivaron el nacimiento del periodismo de denuncia están vinculados a una serie de circunstancias: el aumento de población en Estados Unidos, la Revolución industrial y una democracia liberal «imperfecta» que «carecía de los resortes para controlar los desmanes de un capitalismo salvaje, que iba siempre dos pasos por delante. Los poderes públicos medianamente decentes utilizaron el periodismo crítico para embridar el caballo desbocado de los magnates de la industria». Pero también apunta otra circunstancia: «En el lapso que va de 1870 a 1900, la prensa había multiplicado sus lectores, y el interés de éstos por la “res pública” se había disparado a la par que las tiradas de periódicos y revistas. El periodismo de denuncia alcanzó su madurez, entre otras razones, porque había una ciudadanía más receptiva y la base de la pirámide social se había ensanchado o, dicho de otro modo, porque había quién compraba el mensaje crítico y éste vendía mucho».

Con nombres y apellidos

Vicente Campos resalta a unos cuantos reporteros que, por sus artículos, pusieron en jaque a algunos poderes. Entre ellos están Ida Tarbell, por su historia sobre la Standard Oil; David Graham Phillips, que sacó a la luz la corrupción del Senado, y Lincoln Steffens, que hizo lo mismo a nivel municipal. Indagaciones que tuvieron «repercusiones legislativas». Entre ese puñado de periodistas también subraya el nombre de Nellie Bly y el de Upton Sinclair, que pasaba del periodismo a la novela realista social con demasida naturalidad, pero que ha dejado una obra memorable, como «La jungla». Él mismo reconoce que, sin embargo, aquellos que llaman más la atención de los lectores son los escritores que de manera puntual publicaron en prensa. Ahí están Mark Twain, Stephen Crane o Ambrose Bierce.

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