Dostoievski sale del subsuelo
"Soy un hombre enfermo... Soy un hombre despechado. Soy un hombre antipático."Así da comienzo una de las obras más singulares de Fiódor Dostoievski, escrita en unas circunstancias tormentosas, cuando su mujer estaba a punto de morirse y él tenía una relación con una joven de la que se arrepentía. Eso precisamente, el remordimiento y la duda, es lo que se palpa en las "Memorias del subsuelo", un texto dividido en dos secciones: la primera, un monólogo de un ex funcionario de cuarenta años –"el hombre subterráneo"– que narra su drama personal, como veíamos, desde la primera palabra, y una segunda en forma de diálogo en la que el protagonista pone en práctica, por así decirlo, las reflexiones que ha ido desgranando.
En la "Advertencia preliminar", el autor ruso dijo que estos "apuntes", como los llamó, eran "ficticios", y expresaba así su propósito: "Yo he querido retratar ante el público con más nitidez de lo habitual a un personaje de nuestro pasado reciente, representativo de la generación que aún pervive". Dicho personaje va a analizar lo que ve y siente en su entorno inmediato con una desmesurada sensación de desgarro y profundidad filosófica. La obra se publicó en 1864, en una etapa que, como indica uno de sus traductores, Juan López-Morillas, significa un preámbulo de una fase caracterizada por las "novelas de ideas"(como las llamó el propio Dostoievski): nada menos que "Crimen y castigo", "Los demonios", "El idiota"y "Los hermanos Karamazov".
Novelones estos que contrastan con esta obra breve que ahora la editorial Sexto Piso recupera por medio de la vieja traducción de Rafael Cansinos Assens, y que está acompañada de las ilustraciones de Jorge González; dos alicientes más al mayúsculo de sentir la voz de aquel escritor sufriente que dictaminó, con su álter ego: "Y finalmente, señores, lo mejor es no hacer nada. ¡Lo mejor es una inercia consciente! Así, pues, ¡viva el subsuelo!"
Soy un hombre enfermo... Soy malo. No tengo nada de simpático. Creo estar enfermo del hígado, aunque, después de todo, no entiendo de eso ni sé, a punto fijo, dónde tengo el mal. No me cuido ni nunca me he cuidado, por más que profeso estimación a la medicina y a los médicos, pues soy sumamente supersticioso, cuando menos lo bastante para tener fe en la medicina. (Mi ilustración me permitiría no ser supersticioso, y, sin embargo, lo soy...). No, caballero; si no me cuido es por pura maldad; eso es. ¿Acaso no puede usted comprenderlo? Pues bien, caballero, lo entiendo yo, y basta. Sin duda no acertaría yo a explicarle a quién perjudico en este caso con mi maldad. Me hago perfecta cuenta de que, no cuidándome, no perjudico a nadie, ni siquiera a los médicos; mejor que nadie en el mundo, sé que sólo a mí mismo me hago daño. No importa; si no me cuido es por malicia. ¿Que tengo enfermo el hígado? ¡Pues que reviente!
Hace mucho tiempo, unos veinte años, que voy tirando así, y ya tengo cuarenta. Pertenecí en otro tiempo a la burocracia, mas ya la dejé. Resultaba un empleado muy refunfuñón y grosero, y me complacía en ser así, porque ya que no aceptaba frascos de vino, necesitaba alguna otra compensación. (Este chiste no tiene nada de notable, pero no he de tacharlo. Al escribirlo, creía que habría de parecer muy ingenioso, y ahora advierto que sólo es una necia fanfarronada, por lo cual no lo borro). ¿Que alguien llegaba a mi mesa en demanda de datos? Pues al punto le enseñaba los dientes y experimentaba un placer inefable cuando lograba, lo que era frecuente, cansar al visitante. Eran, por lo general, personas tímidas; ni que decir tiene: me necesitaban. Pero entre los pisaverdes había un oficialete al que no podía tragar. Se obstinaba en arrastrar el sable con un ruido insufrible. Yo le hice la guerra durante dieciocho meses seguidos, al cabo de los cuales concluí por vencerlo: desistió de hacer ruido. Pero todo eso son recuerdos de mi juventud. Sin embargo, ¿sabe usted, señor mío, en qué consistía principalmente mi maldad? Pues en la circunstancia especialmente abominable de que a cada momento y después de cada intemperancia tenía que confesarme a mí mismo, avergonzado, que no sólo no era tan malo como me creía, sino que ni siquiera sentía cólera, que me las echaba de espantajo sólo por vía de distracción. Cuando parecía más furioso, la más leve atención, una taza de té, hubiera sido bastante para apaciguarme. Este pensamiento me enternecía, aunque luego, y por espacio de meses, me rechinasen por ello los dientes y perdiese el sueño de puro enojado conmigo mismo. Así era yo.
Pero, hace un momento, al decir que resultaba un mal empleado, me acusaba falsamente. Mentía por malicia. No; me distraía embromando a aquella gente, así al oficial como a los otros. En realidad, nunca hubiera podido ser malo. Descubría constantemente en mí un sinnúmero de encontrados elementos. Los sentía hervir en mí, consciente de que siempre habían bullido en mi interior y podían desahogarse. Mas yo no lo consentía; no los dejaba obrar, no quería que saliesen al exterior. ¡Me torturaban hasta la vergüenza; me hubiesen hecho padecer de alferecías, y ya tenía bastante! ¡Ah, ya lo creo que tenía bastante! ¿Acaso imagináis, señores míos, que siento alguna contrición, que pretendo disculparme de algo? Seguro estoy de que tal creéis; pues os doy mi palabra de que me río de todo eso.
No sólo no acerté a volverme malo, sino que tampoco logré llegar a ser nada; ni malo ni bueno, ni infame ni honrado, ni héroe ni pigmeo. Ahora termino mis días en mi rincón, con ese maligno y vano consuelo de que un hombre inteligente no puede lograr abrirse camino y que sólo los necios lo consiguen. Sí, caballeros; el hombre del siglo XIX está moralmente obligado a ser una nulidad; porque el hombre de carácter, el hombre de acción, es, por lo general, de cortos alcances. Tal es el resultado de una experiencia de cuarenta años. Tengo ya cuarenta años, y cuarenta años son toda la vida; son la edad que casi todo el mundo confiesa. ¡Vivir más sería indecoroso, despreciable, inmoral! ¿Quién podría vivir más de cuarenta años? Responded sincera, honradamente. ¡Yo os lo diré: los necios o los malvados! Se lo diré a la cara a todos los viejos, a todos esos ancianos venerables, a todos esos vejetes bienolientes de cabellos de plata. Se lo diré a todo el mundo, y tengo derecho a decirlo, porque yo he de vivir hasta los sesenta. ¡Viviré hasta los setenta! ¡Viviré hasta los ochenta años!... ¡Aguardad! ¡Dejadme tomar alientos!...
Seguramente habréis creído, señores míos, que pretendía haceros reír, y también en eso os engañáis. Estoy lejos de tener tan buen humor como creéis, o acaso como creísteis. Aparte todo, si tanta palabrería os causa empacho (y presumo que así es) y me preguntáis lo que soy a punto fijo, os responderé que soy empleado de octava clase. Si entré en la burocracia fue tan sólo para ganarme el pan, y únicamente por eso. Así que, cuando el año pasado, un pariente lejano me dejó en su testamento seis mil rublos, me apresuré a pedir el retiro y a instalarme en mi rincón. Ya antes de eso vivía en mi rincón; pero ahora estoy instalado en él. Mi cuarto es feo, antipático, y está situado en el extremo de la población. Mi criada es una lugareña, ya trancona, de una idiotez rayana en la perversidad y que despide un tufillo nada grato. Me dicen que el clima de Petersburgo no me sienta bien, y que la vida es harto cara para lo exiguo de mis rentas. Lo sé, mejor que todos esos prudentes consejeros tan llenos de experiencia, mejor que todos esos sabihondos que menean la cabeza dándose importancia; pero sigo viviendo en Petersburgo, y nunca saldré de ella. No la abandonaré, porque..., ¡eh!, es de todo punto indiferente que la deje o no.
Y, después de todo, para un hombre que se estime, ¿qué tema de conversación es más agradable?
Respuesta: él mismo.
Bueno; pues de mí mismo voy a hablar.
Autor: Fiódor Dostoievski
Editorial: Sexto Piso
Páginas: 176
Precio: 18 euros