El asedio que marcó a la actual Europa
En 1448 subió al trono Constantino XI Paleólogo, al que cabe el honor de haber sido el último emperador de Bizancio, más o menos un milenio después de que otro Constantino, el primero en el trono del Imperio romano de Oriente, iniciara el fecundo devenir de la gran capital del Bósforo. En efecto, más de un milenio hacía que el visionario emperador Constantino I, apodado «el Grande», pusiera, sobre los cimientos de la vieja Bizancio helénica, la primera piedra de la ciudad que habría de consagrar su nombre en la historia: Constantinoupolis, la ciudad de Constantino. Y durante ese milenio «hacia la ciudad» –«eis ten polin», en griego, de donde probablemente viene el nombre actual de Estambul– se dirigieron todas las miradas de admiración del mundo entero, pero también el fluir incesante de la cultura, la política y las artes. Bastaba con decir «he polis» para evocar todo aquel esplendor, como otrora bastara con decir la urbe («urbs») para la gran capital de Occidente, la Roma eterna, antes que la segunda Roma del Cuerno de Oro tomara el testigo de la historia. Todo aquel mundo estaba pendiente de un hilo a mediados del siglo XV, como bien viera Edward Gibbon, que pone en este episodio emblemático del sitio de Constantinopla el punto final de la larga vida de un gran imperio que llevó el nombre de Roma.
El sueño imperial otomano
Para congraciarse con Occidente, el último Constantino, a varios siglos del Gran Cisma, abrazó la fe católica. Quería conseguir ayuda ante el estrecho cerco al que le habían sometido los turcos otomanos. Pero ya sin esperanza, al darle la espalda a Bizancio las cortes europeas de Occidente, se aprestó a prepararse para resistir el asalto final del sultán Mehmed II contra Constantinopla. Mehmed, también llamado «el Grande», se había propuesto como meta personal vencer la milenaria resistencia de la capital bizantina y con ello completar el sueño imperial otomano, que en adelante sería la única potencia de la zona. En la tradición, Constantino XI se ha convertido en una especie de héroe legendario de la caída de Bizancio, como lo describe Sir Stephen Runciman en su ya clásica crónica literaria de la caída de la capital de Oriente. Ahora contamos con una nueva y vivaz descripción de este estremecedor episodio, el libro «Constantinopla 1453» de Roger Crowley, que se erige en digno sucesor de la prosa de Runciman. Aunque el «Decline and Fall» del gran Gibbon, brillantemente reeditado en castellano por Atalanta, sigue siendo imprescindible a nuestro ver.
Cuentan las crónicas que, en abril de 1453, Mehmed reunió un enorme ejército, quizá de cien mil hombres, a las puertas de Constantinopla, y organizó su asedio con los medios técnicos más avanzados del momento. Al otro lado de las murallas, Constantino XI se negó a rendir la ciudad, esperando que ésta pudiera resistir un nuevo asedio, como había hecho durante tanto tiempo, mientras reunía en torno a sí a lo mejor de las exiguas fuerzas imperiales. Hay que decir que, pese a los desencuentros históricos, los occidentales residentes en la ciudad –venecianos, genoveses, pisanos y catalanes– se implicaron heroicamente en su defensa. Igualmente hizo el reducido contingente de orientales que permanecía fiel al emperador. Este mismo se batió con valentía, pero sólo pudo retrasar unas pocas semanas la histórica caída de una ciudad que ya sólo era una reliquia anacrónica, símbolo de la eterna y gloriosa decadencia del Imperio romano de Oriente. Se dice que Constantino XI murió en el feroz asedio, que costó la vida a más de 50.000 personas y condujo a la esclavitud a centenares de miles más, luchando bravamente contra los turcos y rodeado de un puñado de incondicionales, cuando las huestes otomanas lograron abrir brecha en una de las entradas a la muralla de la ciudad durante la noche del 29 de mayo de 1453. Así refiere el cronista italiano Nicolò Barbaro, testigo presencial del asedio desde el punto de vista de un occidental residente en Constantinopla, la entrada de los turcos en la ciudad y la masacre subsiguiente: «En este momento de confusión, que ocurrió al amanecer, nuestro Dios Todopoderoso tomó su decisión más amarga y decidió cumplir todas las profecías pues, como ya he dicho, los turcos entraron en la ciudad al amanecer, cerca de San Romano, donde las murallas habían sido arrasadas por los cañones... La carnicería duró desde el amanecer, desde el momento en que los turcos entraron en la ciudad, hasta el mediodía. Cualquiera que se topase con ellos era degollado al punto y con fiereza».
La tragedia de la Caída de la Polis es difícil de ponderar aun hoy, pero el libro de Crowley nos proporciona algunas claves certeras para evaluar su magnitud. Aunque los nuevos centros de poder –Venecia, Roma, París, Moscú– habían mirado hacia otro lado ante las peticiones de ayuda de Bizancio, la impresión que dejó la caída de la ciudad fue tremenda en toda la Cristiandad. Puede decirse que ningún otro asedio ha conmocionado tanto a Occidente desde la legendaria caída de Troya. Muchos reinos quisieron encabezar una nueva cruzada, otros pretendieron heredar el prestigio de la nueva Roma o recuperar el trono imperial de Oriente. Parece que los hermanos del último emperador bizantino legaron sus derechos al trono indistintamente al rey de Francia, Carlos VIII, y a los Reyes Católicos de España. No sólo el sultán otomano, sino también el zar ruso se consideró heredero del Imperio oriental, pues reclamaba para sí el dominio de los países de religión ortodoxa y Moscú comenzó a ser llamada la «Tercera Roma», tras la caída de la Segunda. Todo la historia europea se revolucionó cultural, política e ideológicamente a partir de entonces.