«En la crisis de 1914 había políticos inadecuados»
Max Hastings publica «El año del la catástrofe»
El historiador analiza la Gran Guerra a partir de sus principales batallas
Si algo murió en 1914 fue la telegenia del heroísmo. Nuestro mito de la guerra más bien es una desmitificación de lo bélico, un descrédito de los asuntos militares que todavía hoy perdura gracias a lo fílmico y la credibilidad que aún concedemos al sentido común. Una idea que emergió del cenagal de aquellas primeras trincheras, donde quedó enterrada para siempre la inocencia de los europeos. Las alambradas mos-traron el anacronismo que se esconde detrás de cualquier condecoración, el aspecto grosero que brilla en las medallas. Después de ese choque ha habido más confrontaciones en el viejo continente, pero el nombre de la «Gran Guerra» ha quedado tallado en el inconsciente colectivo como sinónimo de lo absurdo. Que nadie pueda responder con certeza a la pregunta de «¿por qué empezó?» arroja luz sobre este punto. «Sólo hay que fijarse hoy en día en nuestros líderes. También están intentando lidiar con una crisis y también de forma inadecuada. De igual manera nos pudieron llevar a ese enfrentamiento en el pasado. Llega una situación complicada y, a la hora de la verdad, la gente que hay es inadecuada. Lo vemos ahora, que han sido incapaces de atajar los problemas». Max Hastings ha regresado a aquellos campos en «1914. El año de la catástrofe» (Crítica), un volumen donde resurgen nombres como «Verdún» o el «Somme», lugares vinculados para siempre al horror.
Morir antes de besar a una mujer
En sus páginas todavía permanecen en pie las alambradas, esas cercas improvisadas por todos los bandos que estabulaban a los ejércitos y en cuyos espinos encontraron la muerte cientos de jóvenes, porque en esos frentes lo que se sacrificó fue parte de la juventud de Europa, como recuerda Albert Camus en «El primer hombre». «El gas fue horrible para los combatientes. Pero la guerra siempre usará todos los medios que existen en el combate. Los soldados de la Segunda Guerra Mundial vivieron el mismo espanto que las tropas inglesas y francesas en el 14». El historiador ha recorrido como corresponsal de prensa varios conflictos y acumula en la memoria pasajes que no borra el tiempo: «Recuerdo la retirada de Saigón, los helicópteros marchándose y la gente que se quedaba allí». En su conversación afloran encuentros con supervivientes del holocausto nazi y confesiones que sorprenden: «Algunos miembros de mi familia fueron gaseados en la Primera Guerra Mundial». Subraya que «las naciones deben estar preparadas para defender sus intereses vitales» y, a la vez, denuncia la barbarie de las contiendas: «En 1978 entrevisté al navegador de un bombardero inglés. El piloto ganó la Cruz de la Victoria por quedarse en el avión para que el resto de la tripulación saltara. Él todavía recuerda la última noche que pasaron todos juntos en un bar, todos metiéndose con ese Jimmy, el piloto, que tenía 19 años, porque nunca había besado a una chica. ¿De qué sirve la Cruz de la Victoria si mueres sin haber besado jamás a una mujer?». Hastings reconoce que ha buscado la verdad de la guerra en innumerables países inmersos en conflictos y confiesa que «cuando era joven e iba a la guerra pensaba que iba de soldados, pero la verdad es que la mayoría de los afectados, de las víctimas, no llevan uniforme. Y, además, son mujeres. Esto es tremendamente importante. No lo sabía; pensamos en ejércitos con uniforme, pero la mayoría de la gente que acudió al enfrentamiento del 14 eran campesinos, tenderos, que tuvieron que coger un rifle. Por eso su percepción no es la misma que la de un profesional». Después aporta uno de los motivos sobre la crueldad que siempre existe en la guerra: «Hay que tener en cuenta que a las batallas acuden jóvenes, y los jóvenes suelen ser bastante más insensibles que los hombres maduros». Pero si para algo le ha servido este libro a Hastings es para una cosa: «Europa tiene hoy el mismo problema que en 1914: cómo convivir con una nación más rica que las demás». O sea, Alemania.