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Gaya y sus «amigos perennes»

La correspondencia que mantuvo el artista con amigos como Salinas, Zambrano, Cernuda o Corpus Barga consiguen trazar una suerte de autobiografía de este «pintor que escribe», como él mismo se describía
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Existe una nutrida tradición literaria de artistas plásticos, pintores más exactamente, que han dado a la imprenta sus teorías estéticas, impresiones cotidianas o evocaciones autobiográficas. Basta recordar el «Diario de un genio» o la «Vida de Salvador Dalí», las «Memorias de Balthus», las crónicas de Antonio Saura o los escritos críticos de Manolo Millares sobre su propia obra. Se trata de una escritura desprovista de todo retoricismo, extremadamente funcional y directa, sincera en la expresión de juicios y opiniones, marcada por una desinhibición sin pretensiones ni compromisos. De aquí el sumo interés de unos textos que oscilan entre la reflexión estética, el relato personal, el testimonio histórico y el costumbrismo artístico. En 2010 la editorial Pre-Textos publicaba la «Obra completa de Ramón Gaya» (Murcia, 1910-Valencia 2005), el emblemático pintor vanguardista figurativo de la generación plástica de 1927, dinámico protagonista cultural de los años anteriores a la guerra civil (en la que perdería trágicamente a su primera esposa), cofundador de la mítica revista «Hora de España», concienciado exiliado durante dos décadas y claro representante de un progresista humanismo liberal. Ve la luz ahora un completo volumen de Cartas a sus amigos, con prólogo de Andrés Trapiello y en edición, realmente modélica e insuperable, de Isabel Verdejo –viuda del artista– y Nigel Dennis. Esta correspondencia, equiparable en su calidad a los reconocidos conjuntos epistolares de Valera, Galdós o Lorca, ofrece un perfecto autorretrato íntimo, estético e intelectual de quien reivindicara, lejos de las abstracciones experimentales, en plena deshumanización artística, una pintura lírica y melancólica, a partir de una revisión crítica del clasicismo realista.

Galgos decorativos

Recorren estas páginas su amistad con Pedro Salinas, Jorge Guillén o Corpus Barga, a quien debe muy probablemente su dedicación literaria; la rendida admiración hacia Juan Ramón Jiménez, con quien coincide en la completa identificación entre vida y obra, y la extrema complicidad artística con Juan Gil-Albert o Luis Cernuda, de quien señala con singular perspicacia: «Conocí a Cernuda en un jardín. Paseaba, marchaba solo, pero iba con ese aire del que lleva a su lado unos galgos decorativos»; su convivencia con «amigos perennes» como Rembrandt o Tiziano; la complicidad intelectual con María Zambrano o Tomás Segovia; la fascinación por Picasso y la magnética obsesión con Goya, Velázquez o Zurbarán; sin olvidar la mitificación de Venecia como artístico espacio vital, y París –«París hay que conquistarlo»– como cuna de toda renovación cultural; su escepticismo ante el impresionismo: «Los impresionistas, como ya venía sospechando, son eso que se llama un fenómeno interesante, una empresa interesante, pero un tanto...vana»; o la clara descalificación del surrealismo: «Los surrealistas nos llevaron (nos quisieron llevar) a la anécdota pura (otra pureza), aunque aquí disfrazada de imaginación y otras zarandajas, para que no nos diésemos cuenta de que se trataba de narraciones terroríficas, de novelas de sustos, y nada más»; el desencanto que le produce la frialdad de «La Gioconda», el acumulativo academicismo de El Louvre, o la estática pintura magisterial de Vázquez Díaz. Está muy presente también en estas cartas la oposición de Gaya al mercantilismo artístico de taimados marchantes, especulativos precios y desorbitadas valoraciones de un sobrevenido, y con frecuencia falsario, triunfo profesional: «Este no creer en el éxito y en el “mundo del Arte” despierta un amor más hondo por el oficio, más auténtico». Lo que explica en buena medida su compromiso civil con aquél Museo del Pueblo integrado en las republicanas Mi-siones Pedagógicas que acercaba copias de la mejor pintura clásica española a la deprimida realidad rural de la época. A pesar de considerarse a sí mismo, con impropia modestia, tan sólo «un pintor que escribe», lo cierto es que Gaya es un auténtico ensayista; sin embaramiento retórico alguno, muestra las sencillas, aunque penetrantes impresiones de quien, extasiado ante el lienzo de Tiziano «La pietà», aparece atribulado ante tanta belleza y observa que «El arte tiene que ser vencido y la realidad salvada», clara evidencia de su vocación realista y de su apego a una expresión humanamente figurativa.
Lejos de sobradas entelequias conceptuales, su mundo intelectual rebosa vitalidad. Es muy consciente de la entidad literaria del género epistolar, ya que admira profundamente la correspondencia de Nietzsche, lleva la cuenta de las cartas que le deben o a las que debe respuesta e incluso inventa, en un alarde de singular creatividad, un corresponsal apócrifo de inequívoco nombre en «Carta al amigo Martínez Falso», donde aborda con insospechada vigencia el sempiterno debate entre taurófilos y antitaurinos. Y destacan asimismo jugosas anécdotas, como su encuentro con la gesticulante Ana Magnani; y meridianas filias y fobias, como su antipatía hacia las impertinentes extravagancias de unos jóvenes Dalí y Buñuel, su mantenido interés por el cine o su fascinación por la velazqueña luz de los celajes de Madrid. Desde la asumida soledad del creador este clásico de la pintura moderna subraya en este precioso volumen su sabida condición de inmejorable escritor.