¿Ha terminado el siglo XIX?
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Decían, entre otros autores, Stefan Zweig y Josep María de Sagarra, que el siglo XIX en propiedad no acababa en la lógica cronológica del año 1900, sino en el periodo de la Gran Guerra, cuando una manera nueva, global, interconectada, desconfiada y bélica de entender la expansión internacional se abría paso para hacer de las fronteras una serie de peligrosas barreras burocráticas. El fin de la seguridad al que aludía el autor austríaco en su biografía, titulada significativamente «El mundo de ayer», expresaba ese adiós por un mundo que se iba ensombreciendo y que haría del conflicto extremo una de sus señas de identidad de ahí en adelante. ¿Pero y el comienzo del XIX? En el reciente «La Ilustración y por qué sigue siendo importante para nosotros», Anthony Pagden ubicaba la centuria objeto de su estudio entre la última década del siglo XVII y la primera del XIX, para, así, hablar del tiempo que alumbró una ciencia humana que sustituyera a la teología y complementase a las ciencias naturales, la idea del cosmopolitismo y el concepto de «ciudadano del mundo» frente al de nacionalidad.
La época dieciochesca, eurocéntrica e ilustrada, según el investigador inglés, sería el caldo de cultivo que en buena parte explica la sociedad actual: «La mayor parte de lo conseguido desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy se debe a su herencia», decía, en tanto en cuanto nos regimos en el mundo civilizado por los ideales de los derechos humanos y la justicia.
Pues bien, en esa línea, Osterhammel se ha sumergido en otro océano, pero abarcando mucho más, para explicar un siglo que se desborda en el tiempo, pues él lo data entre 1760, con la revolución americana, y 1920, «es decir, con la transición a una posguerra global, en la que las nuevas tecnologías y nuevas ideologías abrieron un abismo entre aquel presente y la época anterior a 1914». Un esfuerzo colosal, mastodóntico, que quiere alejarse conscientemente del eurocentrismo –pese a poner el acento a que «ningún otro siglo ha sido, tan siquiera remotamente, una era europea– y sirve al fin y al cabo para conocer lo que le debemos a esa larga época que vio toda una «transformación del mundo», como reza el subtítulo del libro, traducido por Gonzalo García.
Océano infinito
Catástrofes demográficas, colonias, migraciones, calidad de vida, epidemias, desastres naturales, hambrunas, consumo, urbanización, ciudades, imperios, el Salvaje Oeste, la diplomacia, guerras... Mil temas de toda índole serán abordados por este estudioso alemán que aporta conclusiones y características interesantes sobre el siglo XIX, expuesto como una época de particular reflexión sobre sí misma y que generó, a grandes rasgos, unas tendencias que se hicieron preponderantes en la siguiente centuria: la industrialización, la urbanización, la formación de Estados nacionales, el colonialismo y la globalización.
En efecto, estamos ante una etapa caracterizada por el progreso en todos los órdenes sociales. Un avance que se vio en el ascenso de la productividad laboral sin precedentes, algo que se puede calcular por la cantidad de bienes materiales per cápita, lo que también reflejó la multiplicación de la riqueza; una etapa que contempló una revolución agrícola incluso anterior a la industrial, y una eficiencia tecnológica de la que se vieron favorecidas las fuerzas armadas. Precisamente, el autor expresa todo esto con el término «incremento de la eficiencia», que se vio muy acentuado en «el control cada vez más firme de los aparatos estatales sobre la población de su propia sociedad. Las normas administrativas aumentaron; las administraciones locales asumieron competencias; las autoridades censaron y clasificaron a la población, sus bienes inmuebles y su capacidad fiscal...». En suma, se pusieron las bases para nuevos modos de gobernanza y mecanismos, por parte de las autoridades, para organizar a su pueblo y regular sus diversas áreas de trabajo y hasta de ocio e información.
«La transformación del mundo» tiene muy en cuenta el libro de Christopher Bayly, «El nacimiento del mundo moderno» (2004),c que Osterhammel destaca como uno de los pocos ejemplos de historia universal logrados en torno a la historia contemporánea. Ambos responden a unas premisas estructurales que tienen con ver con la «distribución regional en naciones, civilizaciones y grandes espacios continentales», dando importancia al colonialismo y al imperialismo, pero Bayly extrayendo muchas conclusiones a partir de su estudio sobre la India, y el alemán apoyándose más en China.
Diferencias de enfoque que merece la pena siquiera apuntar, pues este tipo de iniciativas, por su desmesurada dimensión, son escasísimas y constituyen todo un hito en la tradición historiográfica. En este caso, al preguntarse qué significa el siglo XIX hoy para nosotros, el autor remarcará algo que nos obligará a hacer un sugerente viaje en el tiempo: «Las percepciones actuales del siglo XIX todavía están muy marcadas por el modo en que aquella época se observaba a sí misma. El carácter reflexivo de este tiempo siguen determinando de qué forma lo vemos. En ninguna época anterior ocurre así en una medida similar».