Humboldt, el hombre que sabía demasiado
«Humboldt, el hombre más grande desde el diluvio». Con esta frase definió Federico Guillermo IV al primer personaje cuya fama como científico, explorador y humanista se hizo verdaderamente universal. El polímata que recorrió las Américas, Europa y Asia y realizó la más vibrante obra científica de la historia, fue tan popular que el centenario de su nacimiento se celebró desde Sudamérica hasta Australia. Era apreciado desde su Berlín natal al París napoleónico, Londres o a las nacientes repúblicas hispanoamericanas. Trabó amistad con Jefferson y Bolívar, y el presidente Ulysses S. Grant conmemoró personalmente su centenario en Pittsburgh en 1869. Nacido en 1769, hermano pequeño del filólogo, ministro y reformador educativo Wilhelm, Alexander von Humboldt es una figura enorme y paradójicamente olvidada en la historia de la ciencia actual, pese a que su apellido ha dado nombre a multitud de lugares, especies o fenómenos naturales. En un mundo académico donde, por desgracia, abunda una ciega hiperespecialización puede que la ciencia humanista de Humboldt no tenga tal atractivo. Sin embargo, hay que reinvidicar su obra y sus ideales hoy más que nunca.
«Consideraciones sobre los diferentes grados de disfrute que ofrecen el aspecto de la naturaleza y el estudio de sus leyes». Así reza uno de los primeros epígrafes de su «Cosmos», donde Humboldt plasmó su noción del universo y su método entre el naturalismo y el humanismo, con un estudio de la naturaleza que cautiva la sensibilidad. Su perspectiva científica se enriquece siguiendo el ideario romántico y la «Naturphilosophie» idealista de Schelling, aunando el mundo interior y el exterior. A finales del XVIII, en la pequeña e ilustrada Jena, el círculo encabezado por Schiller, Goethe y Humboldt inauguró la esa conjunción entre ciencia y poesía que convertió en pasión el estudio de la naturaleza. La amistad entre el ya consagrado poeta y el jovencísimo naturalista fue legendaria y se dice que Humboldt, epítome del científico romántico y transgresor, bien pudo ser la inspiración del famoso Fausto. Pero las fronteras de la ilustración alemana pronto se quedaron pequeñas para Humboldt, que sufría de esos «Wanderlust» y «Fernweh» románticos, una pasión por el viaje y el saber parecida al pothos de su homónimo Alejandro Magno.
Pérdida de colonias
Su obra y peripecia, glosadas ahora por Andrea Wulf en una biografía, inauguraron un mundo nuevo de saber, emoción y libertad marcado por unas ideas visionarias que convierten a Humboldt en precursor, naturalista, humanista, demócrata y ecologista . España fue el único país que –como sucediera con el proyecto de Colón– se atrevió a facilitarle la aventura con un salvoconducto que le abrió las puertas de los virreinatos americanos: así empezó su fama y su gloria (que paradójicamente para España conllevaría a la postre la pérdida de sus colonias). De estar a la sombra de su hermano Wilhelm, experto en lenguas clásicas, Alexander pasó a convertirse en un héroe del saber, imbuido del espíritu revolucionario, que rebasó los límites del conocimiento e influyó en sus contemporáneos y su posteridad. Deudores de los viajes y experiencias de Humboldt fueron, en la política, Bolívar, Jefferson, Napoléon, el zar Nicolás y los reyes prusianos; en la ciencia Darwin, Morse o Muir, y en la literatura románticos ingleses como Coleridge y Wordsworth o trascendentalistas americanos como Emerson, Thoreau o Whitman.
Pero Humboldt fue más allá de la unión entre arte, humanidades y ciencia. Como sabio popular y global, de lenguaje claro y accesible y visión divulgativa e interdisciplinaria, es de enorme relevancia aun hoy. Fue poco ducho en los negocios y, pese a vivir de una pensión estatal toda su vida, a duras penas obtuvo fondos para sus expediciones y al final acabó entre apuros económicos. Sin embargo, siempre ayudó a los jóvenes que emprendían su carrera: escribió a Bolívar o a Jefferson para recomendar a científicos noveles de diversos países en la creencia de que el saber no debía estar condicionado por las fronteras ni la falta de recursos. Hay que recordar que un año después de su muerte, en 1860, se instituyó la benemérita Fundación Humboldt que, renovada en 1953, sigue otorgando hoy la más prestigiosa beca de investigación del mundo. Humboldt sigue encarnando la mejor tradición de las redes de ciencia global e interdisciplinaria opuesta a unos algunos usos académicos de hoy, que él hubiera aborrecido.
El libro de Wulf tiene el gran mérito de reivindicar a Humboldt como precursor de la investigación moderna. Algunas faltas menores son basarse demasiado en fuentes y traducciones anglosajonas y no dar cuenta de las últimas investigaciones que, por ejemplo, en la Universidad de Potsdam y sobre sus diarios americanos, ha llevado a cabo Ottmar Ette. Sorprende que pase casi enteramente la estancia de Humboldt en México, fundamental para su cosmovisión, se despache en breve la de Cuba y se entretenga en las campañas de Bolívar o en un exceso de atención a figuras secundarias de la recepción humboldtiana, en vez de analizar con más detalle su obra. Pero nada de ello oscurece el hecho de que es un libro ágil, apasionado y brillante, la primera biografía moderna de Humboldt para el gran público, que lo sitúa en el pedestal histórico-cultural que sin duda merece.