Internet te domina
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Una visita al campus de Google, en Mountain View, cerca de la localidad californiana de Palo Alto, es un encuentro con algo que parece inofensivo, relax, ocioso, casi pensado para turistas o trabajadores que van a divertirse más que a ganarse el pan con el sudor de su ordenador. Dentro los espacios abiertos y los colores de ambiente infantil dibujan un entorno apacible, perpetuamente joven, y afuera, uno se puede encontrar con la reproducción a tamaño natural de un esqueleto de dinosaurio o las letras que componen la palabra que da nombre a la empresa para que seis personas se fotografíen formándola. Incluso en días festivos acude gente a inmortalizarse con algunos de los iconos de la empresa, como el monigote verde Android (ese que simboliza el sistema operativo para teléfonos móviles) a tamaño gigante. Una compañía todopoderosa que reina en el mundo de la información, la que ofrece y la que cualquier navegante busca, pues cada vez más todo se personaliza, como si la Red fuera conociéndonos poco a poco a medida que exploramos páginas web y hacemos clic en lo que necesitamos o nos interesa.
Ese es el punto de partida de «El filtro burbuja. Cómo la web decide lo que leemos y lo que pensamos» (traducción de Mercedes Vaquero), de Eli Pariser. Éste alude al instante en cómo, en el blog corporativo de Google, en diciembre de 2009, se anunció que «Google utilizaría 57 indicadores –desde el lugar en el que te hubieras conectado o el navegador que estuvieras utilizando hasta lo que hubieras buscado antes– para conjeturar quién eres y qué clase de páginas te gustan. Incluso si no habías iniciado ninguna sesión, personalizaría sus resultados, mostrándote las páginas en las cuales, según predecía, harías clic con más probabilidad». Un Gran Hermano acechaba discretamente; nuestras huellas digitales a base de clic; eran las migas de pan que empezábamos a dejar en el camino hacia el bosque infinito en internet. A Pariser siempre le había ilusionado la idea de que internet iba a democratizar el mundo, que conectaría a las gentes mediante una información fiable, que eso nos dotaría de poder a cada uno de nosotros. Pero su postura idealista era tan inocente como los juegos y distracciones del campus de Google.
Adiós al internet estándar
Se empezaba a instaurar así la senda de las búsquedas personalizadas para todos, en un mundo cada vez más atento al «big data» o datos masivos, a los algoritmos que indican lo que podría resultarte más adecuado. «En otras palabras, ya no existe un Google estándar», resume Pariser, lo que implica recibir una información sesgada, o lo que es lo mismo, que la transparencia como objetivo utópico del ciberespacio desaparecía para convertir al navegante en un cliente que pensaba que tenía todo tipo de recursos de forma gratuita, cuando en realidad sí estaba pagando con su identidad, sus rasgos y preferencias. Finalmente había otro alto precio: reducirnos a «nuestras burbujas. La democracia demanda una dependencia con respecto a hechos compartidos, pero en su lugar se nos ofrecen universos paralelos separados». Google, Facebook, Apple y Microsoft decidirán qué mostrarte o qué ocultarte, te dirigirán al camino de consumo que vean que mejor se adapta a tus hábitos en una estrategia muy simple: «Cuanta más información personalmente relevante sean capaces de ofrecer, más espacios publicitarios podrán ven-der y, en consecuencia, más probabilidades habrá de que compremos los productos que nos están ofreciendo».
Según Pariser, esta fórmula funciona, y pone como ejemplos a Amazon, que vende prediciendo lo que te puede gustar y mostrándotelo en su tienda virtual, o a Netflix, que adivina nuestras preferencias como espectadores con un margen de error mínimo. Ese es el futuro, abogan todos los especialistas, hasta el punto de que, como dice uno de los entrevistados por el autor, Google se adelantará algún día a lo que queremos escribir; la prensa en línea ya adapta «sus titulares a nuestros intereses y deseos particulares», sin ir más lejos. Influye en los vídeos que vemos en YouTube, en los blogs que visitamos, en los correos electrónicos que recibimos, etc.
«Los algoritmos que orquestan la publicidad orientada están empezando a dirigir nuestra vida», concluye Pariser, que llama a este código básico que observa las cosas que nos gustan, hasta configurar un universo de información único, «burbuja de filtros», la cual altera el modo de informarnos. El autor va desarrollando todos sus argumentos con claridad y brillantez, con muchos ejemplos actuales, sin olvidar al lector que pueda pensar que los filtros personalizados son de gran ayuda. Según sus defensores, mostrarían un mundo hecho a nuestra medida, lleno de nuestros asuntos favoritos. Pero será el lector entonces el que tendrá que meditar sobre si esto tan idílico es realmente lo deseable, o si tiene el coste de que uno se quede aislado en una burbuja que flota y vuela sobre toda la información infinita sin verla, a un paso de estallar y abrirse a otros puntos de vista con solamente un clic distinto.