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Literatura

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La «space opera» como arte

La «space opera» como arte
La «space opera» como artelarazon

Cuatro tomos publicados hasta la fecha han bastado para situar a «Saga» entre los mejores cómics de la década. La multipremiada serie –los Eisner y los Harvey la han consagrado en 2013 y 2014– escrita por Brian K. Vaughan y dibujada por Fiona Staples sigue en un crescendo creativo. Esta «space opera» no encaja del todo en la etiqueta de ciencia ficción. Sí, estamos ante una fantasía intergaláctica, en la línea de los mundos de Brian W. Aldiss o de las historias tabernarias de Josep Maria Beà, un lugar con razas alienígenas, arrabales galácticos y hasta magia. Pero para Vaughan la ciencia ficción es vehicular: con su «road movie» espacial imagina una sociedad especular de la nuestra, reconocible en su fondo por más que su envoltorio sea irreal, en la que afloran temas como la familia y su difícil relación con el deseo, los prejuicios, el papel de la Prensa, el poder, el antibelicismo... Tras la fachada de aventura intrascendente, surge una narrativa ambiciosa. Y, además, trepidante y fresca, con «cliffhangers» de antología.

«Saga» arranca como una suerte de «Romeo y Julieta» en una guerra sin cuartel entre dos mundos. El fruto de la pasión del cornudo –no piensen mal– Marko y la alada Alana será Hazel, una niña incómoda para los dogmas de uno y otro bando a la que medio universo perseguirá en un colorido frenesí que da pie a planetas-prostíbulo, escritores ciclópeos de novela rosa, fantasmas-niñera y naves arbóreas que huyen de cazarrecompensas sindicados y de asteroides vivientes.

El viaje se atreve con todo: los culebrones televisivos, la homosexualidad –una viñeta con una fantasía homoerótica de un príncipe-robot fue censurada y provocó un revuelo en internet–, la pederastia, las drogas... Staples, dueña de un trazo hermoso, de gran dinamismo y expresión que bebe de los clásicos (Neal Adams está ahí, también Alex Ross) y entronca con las nuevas escuelas (John Cassaday), no le teme a las «splash pages» (viñetas a toda página) que dan un sentido grandioso a la narración, ni a abandonar los «bocadillos» para el texto; tampoco, junto Vaughan, a la violencia o el sexo explícitos cuando lo exige la historia, pero sin las concesiones a la espectacularidad que el mercado adolescente exige. Es una obra madura, heredera en ideas e imaginación de Windsor McCay, Richard Corben, Moebius, Bryan Talbot y tantos otros maestros, pero preocupada por buscar códigos nuevos –con la frescura de Warren Ellis, Brandom Graham o Ed Brisson– que conecten con el lector de hoy.