Marina Tsvietáieva, la inquilina del infierno
El hecho de que Anastasía, la hermana de la poeta Marina Tsvietáieva, muriera a los noventa y ocho años, en 1997, ofrece un dato impresionante: que viera los estragos de dos revoluciones, de una guerra civil, de dos guerras mundiales, de las dictaduras de Lenin y Stalin y demás gobernantes de la Unión Soviética... hasta el advenimiento de la perestroika y la abertura del país al mundo. De todo ello aparece bibliografía constante, en forma de recuerdos personales o estudios de diversas etapas aciagas para la intelectualidad rusa, como el nuevo trabajo de Vitali Shentalinski, «La palabra arrestada» (Galaxia Gutenberg, 2018), que analiza los documentos policiales, las cartas o los interrogatorios que se conservaron de Bábel, Mandelstam, Bulgákov, Platónov, Ajmátova, Gorki, Pasternak y Tsvietáieva.
«Marina Tsvietáieva tendría hoy más de cien años... El solo hecho de imaginarla con esa edad resulta inconcebible, imposible. Tsvietáieva es ante todo y lo será siempre la poetisa de la juventud, la pasión, el amor; una poetisa sin edad...», dice en el capítulo correspondiente este investigador que tantísimo luchó por que la Organización de Escritores le permitiera acceder a los archivos donde se hablaba del destino incierto de tantos escritores bajo el terror soviético. Anastasía, en cambio, sí que alcanzaría prácticamente esos años de vida, la mitad de los cuales pudo compartirlos, disfrutarlos por tener al lado a una persona excepcional, sufrirlos por la tragedia que iba a acontecer, con Marina Ivánovna Tsvietáieva.
La última época de la poeta no podrá ser más desgraciada. Todo acaba en 1941, cuando, a los cuarenta y ocho años, tras un largo exilio en Checoslovaquia y Francia, Marina vuelve a su país, enfrentándose a una dura situación: se prohíbe la publicación de sus obras, a su marido, Serguéi Efrón, oficial del ejército zarista, lo detienen por pertenecer a la policía política (será fusilado ese octubre) y a su hija Ariadna la deportan a Siberia. Sola y en la miseria, solicita en vano un empleo de lavaplatos en una fundación de escritores, y envía a Moscú a su hijo, de tan sólo dieciséis años, para poder colgarse de un gancho en su casa en Elabuga. Antes, escribe unas líneas en las que afirma estar muy enferma, pide a su hijo que la perdone y le ruega que diga a su marido y a su hija que les ha querido hasta el último instante, pero que se encuentra en un callejón sin salida.
Una comunidad especial
Anastasía tampoco lo tendría nada fácil. El propio Shentalinski informa de que fue arrestada por vez primera en 1933, aunque la pondrían en libertad gracias a la intermediación de Gorki. Cuatro años más tarde, sería condenada a diez años de reclusión en campos de internamiento y en 1949 sería desterrada en Siberia, para ser al final puesta en libertad en 1956. Una existencia estremecedora que brilla con voz propia en una oleada de remembranzas, llenas de preciosos detalles, mediante este mastodóntico libro que vio la luz primero de forma antológica en 1971, «Memorias. Mi vida con Marina 1896-1991» (traducción de Marta Sánchez-Nieves y Olga Korobenko), que pone de eje narrativo a la que llamaban Marusia o Musia y que constituye un documento superlativo de la vida rusa desde finales del siglo XIX.
Las hermanas Tsvietáieva nacen en el seno de una familia acomodada y culta: en el libro se hace hincapié en el trato con el bondadoso padre, profesor universitario y fundador-director del Museo de Bellas Artes de Moscú, y en la madre, una pianista políglota bastante severa. Ese clima musical, artístico y literario contribuirá desde luego para que Anastasía descubra «algo que nos acompañó desde los primeros años como una sensación constante: la pasión por la palabra», lo cual hacía que se sintiera en una «comunidad especial, como el personaje de un cuento que se ve en una cueva con valiosas gemas custodiadas por unos enanos». Una referencia de tinte infantil que no es baladí, porque estas memorias son un canto a la infancia, a su visión, interpretación, nostalgia, que además cobra un mayor sentido al tener la perspectiva de una Marina cuyo don poético ya se vislumbraba de pequeña.
De hecho, ella es un imán: «Hay algo que los une a todos con esta sorprendente niña que compone poesías y lleva un diario, toca piezas musicales complicadas». Tanta es su influencia en los demás, que será expulsada de un liceo; como le contó una antigua amiga a Anastasía: «Marina era una rebelde. La dirección temía que ejerciera su influencia sobre las demás alumnas, ya que todos veían que era una persona extraordinaria. El liceo no la quería por sus ideas revolucionarias».
El libro será así el recuento de mil avatares de niñez, adolescencia, juventud, en que destacan a lo largo de estas interesantes páginas ciertos episodios memorables, como cuando las hermanas se escapan en tren para asistir al entierro de Tolstói, sin el permiso paterno y pasando un frío atroz.