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Pan de corteza de pino

larazon

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Durante el año 1867 una gran hambruna devastó Finlandia. Una mala gestión del gobierno dejó a la población sin cereales y miles de personas murieron a causa del hambre, el frío y las epidemias. Cuando llegó el invierno, los caminos del país se llenaron de mendigos que salían en busca de algo para comer antes de morir de inanición en sus humildes chozas, sin madera para calentarse. Hombres, mujeres, niños y bestias, solo piel y huesos, caían sobre la nieve y el hielo agotados, sembrando los caminos de cadáveres. Aunque el hambre afectó a todos, fueron, en su mayoría, los más humildes los que protagonizaron el último desastre de población a gran escala ocurrido en tiempos de paz.
Aki Ollikainen eligió este tema duro y difícil para debutar en la literatura. Un hombre nacido en 1973, en la Finlandia que se encuentra entre los países de mayor desarrollo económico del mundo y entre los diez primeros en su nivel de renta per cápita, se sumergió de lleno en aquella terrible época y el resultado solo puede calificarse de magistral. Sorprende que en poco más de cien páginas transmita con tanto acierto una situación social y política, perfile personajes perdurables y, sobre todo, que emocione al lector sin caer en sentimentalismos ni demagogias.
Injusticia social
Entre los protagonistas del libro están dos hermanos, Teo, médico, y Lars, político. Su diálogo al comienzo presenta la precaria situación del país. Los burócratas no han sabido gestionar los préstamos para comprar cereal y los propietarios de haciendas despiden a sus jornaleros para tener más comida. La injusticia social es flagrante y Teo se codea a diario con la enfermedad y la miseria. Es un médico que atiende a todos, incluidos pobres y prostitutas, un hombre que necesita hacer algo para aliviar la miseria, y que a veces recuerda a aquel que creara Maxence van der Meersch en «Cuerpos y almas». Pero la gran odisea, literalmente hablando, es la que llevan a cabo una mujer y sus dos hijos. Cuando los ojos de su marido se convierten en «dos grandes agujeros en el hielo de un lago sin peces», Marja sabe que debe emprender la marcha con los niños, Mataleena y Juho, para viajar andando hasta San Petersburgo. «Primero hay que llegar a Helsinki. San Petersburgo está detrás», dice Marja, que está convencida de que en la fastuosa ciudad el zar da de comer a todos los que llegan.
Durante el camino sufrirán penalidades sin cuento, serán maltratados y expulsados cuando se acercan a una casa a pedir comida. A veces les preparan algo de «gruel ligero», una especie de gachas casi líquidas o les dan un pequeño mendrugo de pan hecho con harina de corteza de pino . La necesidad hace surgir una violencia de extrema rudeza que convierte el viaje en una pesadilla que Ollikainen describe con gran realismo, sin olvidar la crítica al estamento clerical: los curas no dejan que los mendigos se acerquen a las iglesias pero repiten en los púlpitos que todo es un castigo de Dios por la maldad de los hombres. Un relato terrible y a la vez poético que habla de la condición humana y hace pensar en Bergman o Knut Hamsun por la hipnótica y estremecedora belleza de sus imágenes.