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Estados Unidos

Que rule Foster Wallace

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Que el escritor americano más importante de los últimos años y su biografía no ha tardado en llegar. La vida de David Foster Wallace, nacido en 1962 y fallecido en septiembre de 2008, ya tiene quien la haya escrito: D.T. Max, que en «Todas las historias de amor son historias de fantasmas» se ha sumergido en la intimidad de quien marcó el rumbo de la narrativa de Estados Unidos del siglo XXI y ha hecho un retrato doble: por un lado, el de un escritor extraordinario; y por otro, el de una persona compleja, marcada por el consumo de antidepresivos y de marihuana y por una batalla constante contra la depresión que terminó, finalmente, llevándolo al suicidio. Ése, al menos, es el cuadro que ofrece D. T. Max, un periodista todoterreno graduado en Harvard y redactor incansable que trabajó en «The New Observer» y que escribió, además de discursos presidenciales, sobre diversos temas: desde especies de cebras ya extintas hasta enfermedades causadas por priones. «Todas las historias de amor son historias de fantasmas» es, en ese sentido, su primera incursión en el género biográfico, como también es la primera biografía que se escribe sobre el autor de «La broma infinita».

Jugar al tenis y ver la tele

La vida de David Foster Wallace tiene mucho de la vida normal de un hijo de la clase media de los años sesenta que creció en una ciudad llamada Urbana, en el estado de Illinois. Su padre, Donald Wallace, era profesor universitario de filosofía; su madre, Sally Foster Wallace, de literatura. El escritor tenía una hermana dos años menor y los cuatro conformaban una familia típica e intelectual. De hecho, Foster Wallace, al que le encantaba lucir el apellido materno, recuerda a sus padres tomados de la mano, tumbados en la cama, leyendo «El Ulises» de Joyce. La madre era la que escuchaba a David, explica Max. «Lista y divertida, era fácil confiar en ella y le contagió su amor por las palabras», señala. Y agrega: «Cuando durante la cena alguien cometía un error gramatical, Sally se tapaba la boca con la servilleta y empezaba a toser repetidamente hasta que el hablante se diera cuenta de su error.»

A cambio de esa existencia basada en el uso correcto de la gramática, los padres fueron, en la vida cotidiana, permisivos. Dejaban que sus hijos se expresaran con libertad y que con libertad hablaran de sus problemas. David, por ejemplo, les escribía informes en los que les recriminaba sus injusticias. «Para él era natural dar por hecho que el resto del mundo iba a estar igual de interesado en su opinión», concluye Max sobre aquella vida adolescente del escritor, que para paliar sus incipientes dudas existenciales y sus primeros ataques de ansiedad, se dedicaba a jugar al tenis y a mirar televisión.

La biografía de Max es un retrato muy bien documentado y muy rico en detalles. Como cuando se describen episodios de la vida en el Amherst College, donde Foster Wallace era un alumno brillante de inglés y de filosofía que se graduó con summa cum laude con una tesis sobre lógica modal y con una primera novela tan audaz como «La escoba del sistema», cuyas fuentes no eran los escritores más o menos realistas del momento como John Updike o Norman Mailer, sino John Barth, Donald Barthelme y Thomas Pynchon, de quien había devorado «La subasta del lote 49».

Un autor de culto

Sin embargo, más allá de los detalles, Max no puede escapar de una cosa: del mito, forjado, en primer lugar por «La broma infinita» –una novela de 1079 páginas, llenas de notas y cita al pie que lo convirtieron en un autor de culto– y en segundo por su vida, repleta de adicciones, de visitas al psiquiatra, de consumo constante de marihuana (aunque también pasó largos períodos de abstinencia y de pulsión por la escritura), que culmonaron en su suicidio a los cuarenta y seis años. En ese sentido, en «Todas las historias de amor son historias de fantasmas» el autor parte del mito ya elaborado y se detiene, lógicamente, más en el perfil de Wallace como consumidor de marihuana («adicto», «fumeta», lo llama Max) o de antidepresivos que en su faceta de escritor a tiempo completo, capaz de pasar horas llenando cuadernos y cuadernos. Quizá porque sabe que que, al morir, dejó huérfanos a muchísimos lectores para quienes no era su escritor favorito sino su único escritor, que sólo puede disfrutar de lecturas póstumas, como la colección de ensayos «En cuerpo y en lo otro» que acaba de publicar Mondadori y de la relectura inmensa de su obra.